La Deuda de La Luz 4. La Fiebre del concreto
El viaje de regreso desde Panchimalco fue un tránsito silencioso entre dos realidades. Mateo conducía por inercia, con una mano en el volante y la otra en el bolsillo del pantalón, aferrando el fragmento de vidrio ámbar. Su calor era una brasa constante, una verdad física que desafiaba todo su entendimiento del mundo. El aroma a tierra y a flor de izote de las colinas fue cediendo paso gradualmente al olor a diésel y asfalto caliente de la ciudad que lo reclamaba. No regresó a su torre en la Escalón; su apartamento ahora le parecía una celda de aislamiento, un espacio demasiado limpio para la verdad sucia y sagrada que acababa de descubrir.
En su lugar, condujo a su oficina.
El estudio de arquitectura "Rivas Arquitectos" ocupaba el piso superior de un edificio elegante en la colonia San Benito. Era el final de la tarde y la mayoría de sus empleados ya se habían ido. El espacio, normalmente un hervidero de llamadas, clics de ratón y debates sobre materiales y volúmenes, estaba sumido en la calma. La luz anaranjada del atardecer se filtraba por los ventanales, dibujando rectángulos perfectos sobre las maquetas de futuros centros comerciales y complejos residenciales. Era un santuario de la lógica y el progreso. Y Mateo, por primera vez, lo sintió como un lugar ajeno.
Ignoró los planos de sus propios proyectos. Ignoró las notas urgentes sobre su escritorio. Se sentó frente a su estación de trabajo, la más potente de la oficina, y el fragmento de Lázaro en su bolsillo pareció calentarse aún más, como si protestara contra la fría luz azul de los monitores. Con su acceso privilegiado a las bases de datos municipales, comenzó a excavar. No en la tierra, sino en la burocracia digital. Permisos de construcción. Estudios de impacto ambiental. Cambios de zonificación. Su búsqueda se centraba en un único punto del mapa: el perímetro de la Plaza Libertad y la Iglesia El Rosario.
Al caer la noche, lo encontró.
El nombre del proyecto era tan arrogante como su escala: "Proyecto Nuevo Corazón". No era una simple remodelación. Era una obra titánica. Un centro comercial subterráneo de tres niveles, conectado a una nueva terminal de transporte masivo que prometía "revitalizar el Centro Histórico". El promotor era el Consorcio Argos, un conglomerado de capital nacional y extranjero conocido por su eficiencia implacable. Era la misma filosofía que había levantado los impecables residenciales de Nuevo Cuscatlán sobre las antiguas fincas de café, borrando la memoria de la tierra para construir un futuro de concreto y fibra óptica.
El corazón de Mateo se detuvo. En la sección de geotecnia, vio los planos de la excavación. Taladros de profundidad, martillos neumáticos, maquinaria pesada. La fase uno, la de perforación exploratoria, había comenzado el día anterior. El día del reflejo en la cripta.
No era una premonición. Era una reacción. La fiebre de la tierra era la respuesta directa a la fiebre del concreto.
Recorrió la lista de ingenieros y gerentes del proyecto. Un nombre le resultó familiar: Ricardo Torres, un ingeniero brillante y pragmático con quien había colaborado en un proyecto hacía un par de años. Un hombre que creía en los datos por encima de todas las cosas. Con manos temblorosas, Mateo buscó su número y lo llamó.
—¿Rivas? Qué milagro —dijo Torres al otro lado, su voz enérgica y segura—. Me enteré que no llegaste a la oficina. ¿Todo en orden?
—Ricardo, necesito hablar con vos de algo urgente. El Proyecto Nuevo Corazón —dijo Mateo, tratando de mantener la calma.
—¡Ah, mi obra maestra! O lo será. Una maravilla de la ingeniería, creeme. Le vamos a cambiar la cara al centro.
—Tienen que parar —soltó Mateo, y el silencio al otro lado de la línea fue denso—. Las perforaciones. Las que están haciendo cerca de El Rosario.
La risa de Torres fue corta y condescendiente. —¿Parar? Mateo, ¿estás bromeando? Tenemos todos los permisos, los estudios geológicos son impecables. Esa zona es sólida como una roca.
—¡Los estudios no lo ven todo! —insistió Mateo, la desesperación tiñendo su voz—. Hay… hay una fragilidad estructural que no aparece en los radares. Una resonancia en el subsuelo…
—¿Resonancia? ¿De qué estás hablando? ¿Desde cuándo te volviste místico?
Mateo se frotó la frente, sintiendo el sudor frío. ¿Cómo podía explicárselo? ¿Cómo traducir la memoria del vidrio al lenguaje de la resistencia del hormigón? —Escuchá, la estructura de la iglesia original… su demolición creó una… una inestabilidad armónica. La maquinaria de ustedes la está alterando. ¿No se dan cuenta de que están despertando algo? ¿Y la ola de temblores? ¿Creés que es casualidad?
—Los temblores son normales, Mateo. Vivimos en un valle de hamacas. Nuestros ingenieros lo tienen todo calculado. Francamente, sonás un poco alterado. ¿Estás seguro que estás bien?
La condescendencia fue como un portazo en la cara. Alterado. El diagnóstico del mundo racional.
—Ricardo, por favor… —Mirá, te aprecio, pero estamos hablando de una inversión de cientos de millones y del futuro de la ciudad. No vamos a detenernos por una corazonada o una leyenda de viejos. Tomate unas vacaciones, en serio. Te van a sentar bien.
Torres colgó.
Mateo se quedó con el teléfono en la mano, el pitido monótono taladrándole el oído. Había fracasado. El muro de la lógica era inexpugnable. Volvió a la pantalla, la rabia y la impotencia ardiendo en su interior. Abrió el cronograma del proyecto. Fase dos: "Perforación profunda y voladura controlada de roca madre". Ubicación: cuadrante 7, el área directamente bajo los cimientos de la iglesia colonial. Inicio programado: en menos de cuarenta y ocho horas.
La palabra "voladura" resonó en su cabeza. Iban a dinamitar el corazón de la herida. Iban a destruir para siempre la posibilidad de restaurar la armonía.
Fue entonces cuando lo comprendió en toda su aterradora magnitud. La deuda de ceniza no era una metáfora poética sobre la culpa. Era una advertencia literal. El pecado de su bisabuelo no fue solo la crueldad, fue romper el equilibrio. Y ahora, el Consorcio Argos, en su ciega arrogancia, iba a cometer el mismo pecado, pero a una escala mil veces mayor. Su familia había roto el laúd; ellos iban a quemar la orquesta entera.
Sacó el fragmento de vidrio ámbar del bolsillo. Se sentía más caliente que nunca, una brasa viva en la palma de su mano. Miró los planos del enemigo en la pantalla. Miró el pedazo del milagro en su mano. El conocimiento de Elena no era para un archivo. La confesión de Alfonso no era para su conciencia. Eran herramientas. Armas.
Le quedaban menos de cuarenta y ocho horas. No para convencer a los ciegos, sino para obligarlos a ver. La pregunta ya no era cómo. La pregunta era qué estaba dispuesto a sacrificar para lograrlo.