La Deuda de la luz. Capítulo 2: El Reflejo en los Escombros
Lunes, 28 de julio de 2025. 11:48 de la mañana.
El alba del lunes no trajo consigo alivio, solo una claridad cruda y despojada de toda belleza. Mateo no había dormido. La noche fue un largo purgatorio entre las páginas del diario de su bisabuelo y la pantalla de su laptop, donde buscaba frenéticamente registros históricos, artículos de geología, cualquier cosa que pudiera anclar la delirante confesión de Alfonso Rivas al mundo de la razón. Pero los datos solo hacían el misterio más profundo. Existió un terremoto devastador en 1873. Existió una aclamada roseta en la antigua Iglesia del Rosario, mencionada en crónicas de viajeros. Y el enjambre sísmico actual era una anomalía que los geólogos en los noticieros matutinos atribuían, con poca convicción, a "la habitual actividad de nuestras fallas locales".
La rutina de la ciudad, que antes le proporcionaba un consuelo anónimo, ahora le parecía una farsa grotesca. El sonido del tráfico ascendiendo hasta su apartamento, los correos electrónicos acumulándose en su bandeja de entrada, las llamadas de su asistente para confirmar reuniones… todo pertenecía a una vida que ya no era la suya. A las nueve de la mañana, hizo algo que nunca había hecho: apagó el teléfono. Canceló su día. La lógica, su herramienta más preciada, se había demostrado inútil. Ahora solo le quedaba el instinto, una compulsión oscura que lo empujaba hacia el epicentro del crimen de su familia.
El viaje desde la asepsia de la Colonia Escalón hasta el corazón caótico del Centro Histórico fue un descenso a través de las capas sociales y sensoriales de San Salvador. Dejó atrás las calles arboladas y los muros de seguridad para sumergirse en un torrente de autobuses humeantes, bocinas impacientes y el grito de los vendedores ambulantes que se acercaban a su ventanilla en cada semáforo. El aire se espesó con el olor a diésel, a pupusas friéndose en un comal cercano y a la fruta a punto de fermentar bajo el sol. Era la sangre de la ciudad, ruidosa y vibrante, y Mateo se sentía más ajeno a ella que nunca.
La Iglesia El Rosario se alzó ante él como una aparición de otro mundo. Su fachada de concreto, brutalista y sin adornos, era un muro contra el caos circundante. Aparcó y caminó hacia ella, sintiendo el peso de las miradas de los que holgazaneaban en la Plaza Libertad. Era un extraño, y su ropa, su coche, su misma aura de ansiedad controlada, lo delataban.
El momento en que cruzó el umbral fue una dislocación física. El estruendo de la calle fue amputado de golpe, reemplazado por un silencio reverberante. La temperatura bajó varios grados. Y la luz… la luz lo golpeó. Después del resplandor blanco y hostil del exterior, encontrarse en el interior de un arcoíris fue un shock para sus sentidos. Miles de fragmentos de vidrio de colores, incrustados en lo alto de la nave abovedada, destilaban la luz del sol y la derramaban sobre el suelo y los pilares en manchas danzantes de índigo, escarlata, esmeralda y oro.
Fue en medio de esta sinfonía de colores donde vio a un hombre. Un anciano de piel oscura y arrugada como el tabaco seco, barría el suelo con una lentitud ritual. Cada barrido de su escoba movía charcos de luz, como si estuviera ordenando el caos cromático. Vestía una guayabera blanca, almidonada y anacrónica.
—Busco al sacristán —dijo Mateo, su voz tragada por la inmensidad del lugar.
El hombre se detuvo y se apoyó en la escoba. Sus ojos, oscuros y hundidos, evaluaron a Mateo de pies a cabeza. —Yo soy Elías. El que cuida la casa. ¿Y usted es? —Mateo Rivas. Soy arquitecto. Estoy haciendo una investigación sobre las cimentaciones de las iglesias coloniales de la capital. La excusa sonó falsa incluso para sus propios oídos.
Elías esbozó una sonrisa que no llegó a sus ojos. —Arquitectos… Vienen muchos. Toman medidas, hacen dibujos. Admiran la audacia del arquitecto Rubén Martínez, que diseñó esta arca. Pero usted no busca piedras, arquitecto. Usted busca fantasmas. Se le ve en la mirada.
El descaro de la afirmación desarmó a Mateo. Se sintió desnudo, su ansiedad expuesta bajo la luz de mil colores. Decidió que la única llave era la verdad. O, al menos, un fragmento de ella. —Mi bisabuelo… vio morir esta iglesia. La original. Escribió sobre ella. Escribió sobre un hombre llamado Lázaro.
El nombre pareció colgar en el aire, absorbiendo toda la luz. Elías dejó de sonreír. Su rostro se convirtió en una máscara de seriedad ancestral. —Hay nombres que pesan —dijo en voz baja—. Y el de Lázaro es más pesado que todas las piedras de este templo. El diario de su bisabuelo, ¿habla de la belleza de su obra? —Habla del sonido de sus manos al romperse —confesó Mateo, y las palabras salieron como un veneno.
Elías lo miró fijamente, un largo y profundo escrutinio que pareció durar una eternidad. Finalmente, asintió, como si Mateo acabara de pasar una prueba invisible. —La soberbia de los hombres de su clase dejó una herida en este lugar. Una herida que no se ve. Venga. Le mostraré dónde sigue sangrando.
Lo condujo tras el austero altar de concreto a una pesada puerta de metal oxidado. El chirrido de la cerradura fue el único sonido en la iglesia. Una escalera de caracol descendía en espiral hacia una oscuridad absoluta. Un aire frío y húmedo, cargado con el olor a tierra mojada y a moho milenario, ascendió para recibirlos. Era el aliento de la tumba.
—Aquí abajo no llegan los colores de Dios —advirtió Elías, encendiendo un viejo candil de gas cuya llama amarilla y temblorosa parecía un alma perdida—. Aquí solo queda la memoria de la tierra.
Descendieron al silencio. El mundo de arriba desapareció. Estaban en una cripta de techos bajos y gruesos pilares de mampostería. El suelo era irregular, una costra de baldosas coloniales rotas, tierra y escombros. Mateo, el arquitecto, reconoció la estructura. Eran los cimientos de la iglesia de 1873.
Elías avanzó con paso seguro a través de la penumbra, su candil arrojando sombras danzantes que hacían que las ruinas parecieran moverse. Se detuvo en el centro del espacio. —Aquí —dijo, su voz un susurro—. Aquí estaba el altar mayor. Aquí fue donde lo encontraron. Donde el Corazón de Luz se hizo añicos.
Mateo contuvo la respiración. Estaba de pie en el epicentro de la historia que lo había envenenado. No había nada allí. Solo polvo, piedras y la opresiva sensación del tiempo estancado. Su mente racional, en un último acto de rebeldía, le gritó que todo era una locura.
Fue entonces cuando la luz apuñaló la oscuridad.
Un único rayo, de un azul índigo tan puro y concentrado que dolía mirarlo, se filtró desde la iglesia de arriba a través de alguna fisura imposible en el concreto. No era un haz difuso, sino una línea perfectamente definida, una aguja de luz que no tocó el suelo directamente, sino que rozó el borde del montón de escombros que Elías había señalado.
Y por un instante, un único y eterno segundo, la pila de polvo, cascotes y fragmentos de vidrio sin valor reaccionó. Como si despertara de un sueño de siglos, la superficie de los escombros floreció con un patrón de luz imposible. No era un reflejo. Era una imagen coherente, un mandala de una geometría exquisita, un tapiz de rojos, dorados y azules que brilló con vida propia sobre el polvo. Era la memoria perfecta y vibrante de la belleza que había sido asesinada en ese mismo lugar.
Mateo dio un paso atrás, un jadeo ahogado escapando de sus pulmones. Su cerebro intentaba desesperadamente encontrar una explicación. Refracción anómala… ángulo de incidencia… partículas en suspensión… Pero era inútil. Acababa de presenciar un milagro. O una aberración.
La luz fantasmal se desvaneció tan rápido como había llegado, sumiendo la cripta de nuevo en la penumbra del candil.
—¿Qué… qué ha sido eso? —logró articular Mateo, su voz un temblor.
Elías no apartaba la vista de los escombros, una profunda tristeza en su rostro. —Es el eco —respondió—. La herida que recuerda la luz que la causó. Pero esto no es más que el dolor, arquitecto. No es la respuesta.
Se volvió hacia Mateo, y sus ojos oscuros parecieron perforar la penumbra. —La obra de Lázaro estaba hecha de vidrio y luz. Para entender la herida, para entender esta fiebre que vuelve a despertar en la tierra, tiene que encontrar a los que todavía hablan el lenguaje del vidrio. Su memoria no murió del todo con él. Una de sus aprendices… su linaje sobrevive. Vaya a Panchimalco. Busque a una artesana llamada Elena Cruz. Dígale que Elías lo envía. Dígale que ha visto el reflejo en los escombros. Ella sabrá lo que significa.