La primera vez que Antonio vio a Elena fue durante el aleluya de la misa dominical. Mientras todos elevaban sus voces al unísono, la de ella sonaba distinta: fría, casi quebrada, como si cada nota fuera un cristal a punto de romperse. Le pareció fascinante aquella imperfección.
"El amor no es una marcha triunfal", le dijo su madre cuando, meses después, le anunció su compromiso. "Es más bien como ese aleluya que tanto te llamó la atención: a veces frío, a veces roto." Antonio sonrió, convencido de que su historia sería diferente.
Los primeros años de matrimonio fueron como esas series que tanto disfrutaban ver juntos, episodios perfectamente guionizados de felicidad compartida. Hasta que llegaron los niños. Tres en apenas cuatro años.
Cada noche, mientras contemplaba a Elena dormida junto a él, Antonio repasaba mentalmente los errores del día. Las discusiones por nimiedades, los gritos desesperados a los niños, ese constante sentimiento de estar improvisando un papel para el que nunca ensayó.
"No sé lo que estoy haciendo", confesó una tarde a su amigo Julián. "A veces creo que soy el peor padre del mundo."
"Todos pensamos eso", respondió Julián con una sonrisa cansada. "Es parte del guion."
La tarde del accidente, Antonio había discutido con Elena. Algo trivial sobre quién recogería a los niños del colegio. Palabras hirientes que ahora parecían absurdas mientras esperaba en la sala del hospital.
El médico apareció con expresión grave. "Su esposa está consciente", dijo. "Pero me temo que hay complicaciones."
Durante los días siguientes, Antonio apenas abandonó la habitación hospitalaria. Los niños se quedaron con sus abuelos mientras él permanecía junto a la cama de Elena, escuchando el ritmo irregular de su respiración.
Una noche, mientras dormitaba en la incómoda silla, sintió la mano de Elena sobre la suya.
"¿Recuerdas el aleluya de la misa cuando nos conocimos?", preguntó ella con voz débil.
Antonio asintió, apretando suavemente su mano. "Cómo olvidarlo. Tu voz destacaba entre todas."
"Siempre desafinaba a propósito", confesó con una sonrisa inesperada. "Mi madre decía que así atraería a un hombre que valorara la imperfección. Que entendiera que el amor verdadero no es perfecto, sino auténtico."
Antonio río por primera vez en días, recordando las palabras de su propia madre.
El rostro de Elena se tornó serio. "Ayer, cuando los niños vinieron a visitarme, escuché a Mateo llorando en el pasillo. Decía que tú estabas triste por su culpa, que si él se hubiera portado mejor, yo no habría salido apurada ese día."
Antonio bajó la mirada. Era cierto. Había discutido con Mateo poco antes del accidente.
"Te culpas demasiado", continuó Elena con suavidad. "Y los niños lo perciben. Te dijeron que eras un mal padre, ¿verdad?"
Antonio la miró sorprendido, con los ojos húmedos. "Mateo me gritó que era el peor papá del mundo justo antes de que salieras. No sabe que esas palabras me atormentan día y noche."
Elena apretó su mano con la poca fuerza que tenía. "Los niños pueden ser crueles cuando están asustados o confundidos. A mí también me lo han dicho en sus rabietas."
"¿Cómo sigues adelante después de escuchar algo así?", preguntó Antonio con la voz quebrada.
"Porque sé que no es verdad", respondió ella. "Y porque no podemos rendirnos aunque duela. Ellos cuentan con nosotros, incluso cuando piensan que no los entendemos."
Cuando el médico entró a la mañana siguiente, encontró a Antonio dormido junto a la cama vacía, su mano extendida sobre las sábanas como si sostuviera algo invisible. Dudó un momento antes de despertarlo.
"Señor Méndez", dijo suavemente. "Necesito hablar con usted."
Antonio abrió los ojos lentamente, confundido por el sueño. Miró su mano, que descansaba solitaria sobre la cama deshecha.
"¿Dónde está Elena?", preguntó alarmado, incorporándose de golpe.
El médico lo miró con expresión desconcertada.
"Señor Méndez, su esposa falleció ayer por la tarde. Usted mismo firmó los documentos para la funeraria hace unas horas."
Antonio miró su mano, aún sintiendo el calor de los dedos de Elena entre los suyos.
"Pero ella estaba aquí... Hablamos anoche."
El médico colocó una mano comprensiva sobre su hombro. "El duelo nos juega estas pasadas. Son mecanismos de la mente para protegernos."
Mientras conducía a casa, Antonio encendió la radio. Un aleluya sonaba en la emisora de música clásica. Frío, un poco roto.
Como el amor. Como la vida. Como los recuerdos que nos mantienen en pie cuando todo lo demás se derrumba.