El Anhelo Herido
El mundo de Julián olía a tiempo. No al tiempo voraz que arranca las hojas del calendario, sino a su decantación, a su esencia reposada en el cuero de un lomo, en el ocre de una página de guarda, en la fragilidad casi azucarada del papel de lino. Su taller, un pequeño cuarto al fondo del pasillo que Elena llamaba "la cueva de los libros", era un archipiélago de mesas de trabajo bajo la luz mansa de una única lámpara de banquero. El resto de la habitación vivía en una penumbra cómplice, donde las siluetas de las prensas y las cizallas parecían bestias dormidas de otra era.
Aquella tarde, Julián se inclinaba sobre su obra magna: el único ejemplar conocido de Las Geometrías del Alma, un poemario místico del siglo XVII devastado por una antigua inundación. Sus manos, que parecían demasiado grandes y toscas para un trabajo tan delicado, se movían con la gracia de un cirujano. Con unas pinzas de punta de bambú, levantaba una partícula de moho fosilizado de una capitular iluminada. Era un trabajo de horas para limpiar un centímetro cuadrado. Para él, no era tedio, era diálogo.
Descubrió, bajo el microscopio, la marca de agua del artesano papelero: un unicornio apenas visible, casi un fantasma en la pulpa. Una sonrisa se dibujó en su rostro. Era un detalle que nadie más en el mundo apreciaría, quizá ni siquiera el futuro dueño del volumen. Pero él lo sabía. Y por un instante, eso fue suficiente.
La puerta se abrió con un suave chirrido. Era Elena. Traía consigo el olor del mundo exterior, un aroma a tela suavizante y a la cena que empezaba a dorarse en el horno.
—¿Sigues aquí metido? —su voz era afectuosa, teñida de una diversión que a Julián siempre le sonaba a incomprensión.
—Elena, ven, tienes que ver esto —susurró él—. He encontrado la marca del papelero. Es un unicornio. Un unicornio diminuto, perfecto. El de la familia Testori, de Fabriano.
Ella se acercó y miró por encima de su hombro.
—Qué bonito, cariño. Un unicornio. La lasaña estará en diez minutos. No tardes, que se enfría.
Y con la misma suavidad con la que entró, se fue. Julián se quedó inmóvil. El unicornio seguía allí, pero su magia se había desvanecido. La alegría íntima se había encogido hasta convertirse en un punto frío en su pecho. Miró el lomo deshecho del libro, la costura rota por donde un día debería pasar un hilo que aún no existía. Y sintió, con una claridad dolorosa, que aquel libro era él mismo: un objeto lleno de secretos que nadie a su alrededor tenía el lenguaje de descifrar.
La lasaña humeaba entre ellos, una obra de arquitectura doméstica perfecta. Julián comió en silencio, sintiendo cómo cada bocado lo anclaba a una realidad que no era del todo la suya.
—Hoy tuve una reunión terrible con los de contabilidad —comenzó Elena—. Dicen que hay que recortar el presupuesto para material de oficina.
Julián asintió, con la mente a medias. Pensaba en el unicornio. Su hallazgo era un evento cósmico. Y aquí, en la mesa, la mayor crisis del día era la escasez de bolígrafos. Sintió una punzada de desdén, y se avergonzó de inmediato.
—Por cierto —continuó ella—, empecé el pequeño curso ese del que te hablé. El de "artesanías olvidadas". Hoy estuvimos trabajando con cera y fibras. Tengo los dedos hechos un desastre, mira —extendió sus manos. Las yemas estaban enrojecidas y tenían restos de una sustancia pegajosa—. Huele todo a humo y a miel.
Julián observó sus manos. "Artesanías olvidadas". La ironía casi le hizo sonreír. Él dedicaba su vida a ellas, y para ella era una simple distracción.
—Al menos te mantiene ocupada —dijo él, y supo que eran las palabras equivocadas.
Elena retiró las manos. Una cortina invisible pareció bajar tras sus ojos. Pero su sonrisa no vaciló.
—Sí. Me mantiene ocupada. Y tú, cariño, ¿qué tal tu unicornio?
Lo dijo con amabilidad, un intento genuino de entrar en su mundo. Pero para Julián, la pregunta llegó tarde.
—No. Nada más —respondió, cortante—. Solo papel viejo.
El resto de la cena transcurrió en silencio.
Más tarde esa noche, en el salón, Julián hizo un último intento.
—Quería... quería intentar explicarte algo —comenzó—. No se trata de arreglar cosas viejas. Se trata de luchar contra el olvido. Cada libro es una persona que sigue hablando después de muerta. Y mi trabajo es cuidar su garganta. ¿Entiendes?
Elena lo escuchó con una ternura genuina. Cuando él terminó, ella sonrió, orgullosa.
—Claro que lo entiendo, cariño. Es un trabajo increíblemente valioso. El otro día, Adriana, la vecina, me preguntó si podrías echarle un ojo a la Biblia de su abuela. Podrías cobrarle bien.
Julián se recostó en su sillón. El aire se le escapó de los pulmones. Había intentado ser un sacerdote y ella lo veía como un buen contable de la nostalgia. La lucha había terminado.
—Sí —dijo, con la voz vacía—. Tienes razón. Hablaré con Adriana.
Se levantó y caminó hacia su taller.
—¿A dónde vas? —preguntó Elena.
—Voy a buscar el hilo —respondió Julián, sin volverse.
La puerta se cerró tras él. Y esta vez, el clic del cerrojo sonó definitivo.
Las semanas que siguieron se licuaron en una sola y larga noche. La búsqueda del hilo se convirtió en su liturgia. Escribía correos a museos, monasterios y universidades. Las respuestas eran un goteo de educada desesperanza: "Dicha técnica, por desgracia, se considera perdida...". La vida fuera del taller se volvió un rumor. Elena le dejaba bandejas con comida que él apenas probaba.
El golpe de gracia llegó en un correo de un monje de la abadía de Saint Gall, la máxima autoridad mundial. "Estimado Señor Julián, el último artesano que conocía el secreto falleció en 1918. El conocimiento, me temo, ha regresado a Dios".
Julián leyó el correo tres veces. Se recostó en su silla, y el olor a tiempo de su taller le pareció, por primera vez, el olor a tumba. La búsqueda había terminado. Había fracasado.
Tres días después, sonó el timbre. Era un pequeño paquete para él, sin remitente. Lo llevó a su taller y, con un bisturí, cortó el cordel. Dentro, envuelto en papel de seda, había un pequeño carrete de madera oscura. Y en él, enrollado en espirales perfectas, descansaba el hilo.
No era un hilo parecido. Era él. Reconoció el color, la textura, el aroma a cera y resina de alerce que el monje había descrito. Lo examinó bajo el microscopio. Era la técnica perdida. La que había "regresado a Dios".
Se dejó caer en su silla. El júbilo que debería haber sentido no llegaba. En su lugar, un asombro profundo, casi aterrador, lo invadió. La lógica y la historia le habían dicho que era imposible. Y sin embargo, allí estaba. No era el fruto de su búsqueda, sino un milagro anónimo. El problema material estaba resuelto, pero había sido reemplazado por un misterio infinitamente más profundo.
Durante dos días, Julián trabajó como un hombre poseído. El hilo imposible se deslizaba por los agujeros centenarios del libro con una docilidad perfecta. Terminada la costura, un dolor de cabeza lo obligó a salir del taller. En el dormitorio, Elena dormía profundamente, agotada. Buscando un analgésico en el bolso de ella, sus dedos tropezaron con un papel arrugado.
Era el folleto de un taller de manualidades: "Técnicas de Hilado y Encerado Artesanal".
Dentro, varios recibos de "Apicultura de la Sierra". Compras de "cera virgen", "resina de alerce" y "fibras de lino crudo". Las fechas abarcaban los últimos seis meses.
Un relámpago de claridad lo iluminó todo. Vio a Elena volviendo a casa tarde. Vio sus manos enrojecidas. "Huele todo a humo y a miel". Vio su cansancio, su paciencia, su amor, tan práctico y tan colosal que él lo había confundido con indiferencia. Mientras él buscaba un conocimiento perdido, ella lo estaba recreando con sus propias manos.
Toda su soledad, todo su anhelo herido, se reveló como una construcción de su propio orgullo. Él, el erudito, el artesano de lo sutil, había sido un completo ciego.
Se arrodilló lentamente junto a la cama. Tomó con una delicadeza infinita la mano de Elena. Sintió las pequeñas durezas en las yemas de sus dedos y depositó un beso en la palma, no un beso de pasión, sino de veneración.
Por fin comprendió. El amor no siempre habla el mismo idioma, pero siempre busca la misma orilla. Y él, que se creía el guardián de las voces del pasado, había estado sordo a la única voz que de verdad importaba, la que le hablaba sin palabras, a través del lenguaje último y más puro del sacrificio. El hilo que había restaurado el libro era el mismo que ahora suturaba su alma.