El Espejo y la Ventana
John Henry Newman y la verdadera crisis de la conciencia
En los corredores del Vaticano y en las redacciones de medio mundo resuena el eco de la que muchos consideran la primera gran decisión de un nuevo pontificado: la declaración de John Henry Newman como Doctor de la Iglesia. No es un honor menor. Elevar a un santo a tal dignidad es como señalar una estrella fija en el firmamento de la teología, una guía perenne para la navegación de la fe.
De inmediato, los analistas —esos modernos augures que interpretan las entrañas de cada gesto eclesial— han aclamado la decisión. La ven como una jugada maestra, un acto de exquisita diplomacia. Newman, dicen, es la figura del consenso; el converso de doctrina ortodoxa y conciencia afilada, admirado por Juan Pablo II, beatificado por Benedicto y canonizado por Francisco. Un bálsamo de concordia para unir las distintas sensibilidades de una Iglesia en tensión.
Y aquí, como diría el bueno de Chesterton, es donde la verdad se pone de pie y nos devuelve la bofetada con una paradoja.
El mundo, tan afecto a los salones donde las convicciones se negocian, aplaude a un hombre que, suponen, fue un maestro del acuerdo. Y en este aplauso unánime reside el más colosal de los malentendidos. Porque John Henry Newman no fue un hombre de consenso; fue un hombre de una conversión brutal y solitaria. No fue un constructor de puentes entre ideas, sino un peregrino que quemó los puentes que le unían a todo lo que amaba —posición, amigos, reputación— por seguir la hebra de una sola Verdad que tiraba de su alma.
La modernidad lo alaba, sobre todo, como "un gran defensor del papel de la conciencia". Y es cierto. Pero lo alaba porque ha vaciado la palabra "conciencia" de su terrible y glorioso significado.
Para el hombre de nuestro tiempo, la conciencia es un espejo. Se mira en él y este le devuelve el reflejo de sus propios deseos, sus apetencias, sus "sentires". La conciencia moderna dice: "Esto es verdad para mí". Es un santuario privado donde cada uno es su propio dios y su propio pontífice. Es la justificación última para la autonomía radical del yo.
Para Newman, la conciencia era exactamente lo contrario: era una ventana. Una ventana en el rincón más íntimo y amurallado del alma, a través de la cual entraba la luz de una Ley objetiva, la voz de un Legislador divino. No era la voz del hombre, sino el eco de la voz de Dios. No era una fuente de derechos, sino el origen del más solemne de los deberes: el deber de buscar la Verdad y, una vez hallada, someterse a ella. La conciencia, para Newman, no nos hace libres para inventar la realidad; nos obliga a conformarnos a ella.
El mundo celebra al "defensor de la conciencia" creyendo que celebra a un precursor de su propio subjetivismo. Es como celebrar a un cruzado por la belleza de su espada, ignorando que la desenvainó para defender una fe que hoy se considera una locura.
Por tanto, la decisión del Papa, lejos de ser un movimiento político para crear una paz artificial, es un acto profundamente anti-político. Es colocar en el corazón de la Iglesia no a un negociador, sino a un testigo. Es recordarnos que la fe no es un parlamento de sensibilidades, sino un drama como el de Dostoievski, donde el alma se juega su destino eterno en la adhesión a una verdad que no ha creado. Es afirmar que el universo moral es real, y que nuestra única grandeza reside en la humilde tarea de alinear nuestro pequeño mapa con el vasto territorio del Rey.
Al nombrar a Newman Doctor, la Iglesia no nos ofrece un modelo de consenso, sino un patrono para la crisis. Nos dice que la unidad no se alcanza rebajando las exigencias de la verdad, sino amándola hasta las últimas consecuencias, aunque esas consecuencias sean el exilio y la incomprensión.
Nos deja, entonces, con estas preguntas:
¿Y si la Iglesia, al elevar a Newman, no busca un armisticio, sino que nos declara la guerra a nosotros mismos, a nuestra cómoda y domesticada idea de la conciencia?
¿Qué ocurre cuando el hombre que el mundo aclama como un diplomático resulta ser, en realidad, un profeta que nos exige una conversión tan dolorosa y honesta como la suya?
¿Estamos preparados para asomarnos a la ventana o seguiremos mirándonos, satisfechos, en nuestro propio espejo?