El Ídolo con Pies de Barro
En el altar de las ideas que importamos, ninguna brilla con un fulgor tan sagrado como la Democracia. La recibimos como la promesa que acompañaría la paz, el sistema que nos curaría de viejas heridas y nos pondría, al fin, en el camino correcto. Su nombre es la palabra mágica que todos los bandos invocan: unos para justificar sus actos, otros para denunciar los del contrario. Se nos vendió como un destino, como el puerto seguro tras la tormenta.
Pero rara vez nos detenemos a examinar el material del que está hecho este ídolo. Y si lo hiciéramos, quizá descubriríamos que sus pies son de un barro peligrosamente familiar.
La primera grieta en el coloso es su fundamento. Despojada de todo su ropaje ceremonial, la democracia no se basa en la Verdad o en el Bien, sino en la simple y fría aritmética. Es el imperio del 50+1. Lo que la mayoría decide, se convierte en la norma. Y en esta idea, que parece tan justa, anida el germen de un profundo relativismo: si la verdad puede decidirse por votos, entonces la verdad no existe, solo existen opiniones con más o menos apoyo.
Esto nos ha llevado a la gran disyuntiva de nuestros tiempos: la batalla entre el "qué" y el "cómo". Durante años, vivimos en un laberinto de "cómos": procedimientos, leyes, garantías y equilibrios de poder que, en la práctica, no entregaban el "qué" que la gente anhelaba: seguridad, orden, justicia tangible. El sistema era un motor perfectamente ensamblado que no movía el vehículo a ninguna parte. El ciudadano de a pie no come procedimientos, ni se siente seguro gracias a los contrapesos institucionales.
Ahora, el péndulo se ha ido al otro extremo. Ha surgido un clamor por el "qué", por los resultados, sin importar el "cómo". "Denme seguridad, y quédense con sus formalismos", parece gritar la gente. Y cuando un liderazgo responde a ese grito, sus críticos se escandalizan por los procedimientos rotos, sin entender que para muchos, esos procedimientos ya estaban rotos porque nunca funcionaron. El debate ya no es sobre la moralidad de un acto, sino sobre su popularidad y su eficacia.
Aquí surge la paradoja más peligrosa de la legitimidad democrática. Un poder abrumador, concedido en las urnas, se convierte en un cheque en blanco. La victoria electoral no es solo un mandato para gobernar, sino una aparente absolución moral para cualquier acto futuro. La frase "el pueblo nos eligió" se transforma en un escudo impenetrable contra toda crítica. La voluntad popular, expresada en una elección, se presenta como una fuerza de la naturaleza ante la cual las leyes, las instituciones y las voces disidentes deben inclinarse.
No se trata de anhelar tiranías, sino de preguntarnos con honestidad si el sistema que veneramos no contiene en sí mismo el camino hacia ellas. Si la mediocridad y la corrupción de los gobiernos del pasado nos llevaron al hartazgo, ¿es la solución entregar un poder casi absoluto a cambio de resultados? Cuando una sociedad, cansada del fracaso de muchos, le entrega todo el poder a uno, ¿qué es lo que está sacrificando en el altar de la eficacia?
La pregunta final, la que debe resonar en el eco de nuestros volcanes, no es si existe una alternativa perfecta. La perfección no es de este mundo. La pregunta es: ¿Dónde termina el mandato de la mayoría y comienzan los derechos innegociables de la minoría? Cuando el clamor por el orden se vuelve tan ensordecedor que silencia cualquier otra voz, ¿estamos salvando a la nación o estamos perdiendo su alma?