Don Ernesto Pérez, descendiente de una de las familias más antiguas de San Salvador, caminaba por el corredor de su casona colonial en el barrio de San Jacinto. Los antiguos retratos familiares observaban su paso desde las paredes encaladas, rostros serios que habían presenciado la independencia del país y las convulsiones que la siguieron. Cinco generaciones de Pérez habían habitado esta casa desde que su tatarabuelo la construyera en 1790.
Después de pasar tres meses en la finca cafetalera que la familia poseía en las faldas del volcán de Santa Ana, don Francisco había regresado a la capital esa misma mañana. Los negocios familiares lo mantenían alejado de su residencia principal más tiempo del que le gustaría. En la finca todo era trabajo y preocupaciones; aquí, entre estas paredes centenarias con sus patios interiores y sus fuentes de piedra, al menos encontraba algo de paz.
El sonido de risas infantiles interrumpió sus cavilaciones. Al doblar hacia el patio interior, se encontró con una escena inesperada: una joven con vestido sencillo llevaba de la mano a un niño de unos cinco años. El pequeño tenía la piel canela clara y unos ojos oscuros vivaces que le resultaron inquietantemente familiares.
—¿De quién es ese niño? —preguntó con brusquedad.
La joven se sobresaltó, como si hubiera visto una aparición. Su rostro, hasta entonces sonriente, palideció de golpe. Sus labios temblaron ligeramente antes de responder:
—Suyo, don Francisco.
Las palabras resonaron entre las columnas del patio como un disparo. Don Ernesto sintió que el suelo de baldosas antiguas se movía bajo sus pies.
—¿Qué está diciendo? Explíquese inmediatamente —exigió, ocultando su conmoción tras una máscara de autoridad.
—Pensé que lo sabía, señor —balbuceó la muchacha—. Doña Mercedes, su ama de llaves, me contrató hace apenas un mes para cuidar del niño. Del pequeño Joaquín.
—¿Joaquín? —El nombre le resultaba completamente ajeno.
—Sí, señor. Joaquín Pérez.
Don Francisco observó al niño con mayor detenimiento. Había algo en la forma de su nariz, en sus pómulos prominentes... un eco de su propio rostro, quizás. O tal vez solo era su imaginación jugándole una mala pasada.
—Llévelo al despacho. Y haga venir a doña Mercedes inmediatamente —ordenó.
Media hora después, sentado tras su escritorio de caoba, don Francisco escuchaba la increíble historia que su ama de llaves le relataba con voz entrecortada.
—Fue doña Elena, su esposa, antes de su fallecimiento hace tres años. Me hizo jurar que cuidaría del niño hasta que usted estuviera listo para conocerlo.
—Mi esposa murió sin descendencia, doña Mercedes. Toda San Salvador lo sabe.
—Eso es lo que ella quiso que todos creyeran, don Francisco —respondió la anciana, retorciéndose el delantal entre las manos—. El pequeño Joaquín nació en secreto mientras usted estaba en Guatemala negociando la exportación de café. Doña Elena temía... temía que usted rechazara al niño.
—¿Por qué habría de rechazar a mi propio hijo?
Doña Mercedes guardó silencio unos instantes antes de continuar.
—Porque el doctor Velásquez le había dicho que ella no sobreviviría a otro embarazo, señor. Después de los tres abortos anteriores... Doña Elena sabía cuánto anhelaba usted un heredero para los cafetales y esta casa. No quiso decirle que estaba encinta por miedo a que la obligara a llevar el embarazo a término.
Don Francisco se levantó y se acercó a la ventana que daba al jardín interior. La tarde caía sobre los jacarandás y las buganvilias, bañándolo todo de una luz dorada.
—¿Y decidió ocultarme la existencia de mi propio hijo durante cinco años?
—Doña Elena falleció poco después del parto, tal como había pronosticado el doctor. Sus últimas palabras fueron para pedirme que guardara el secreto hasta que el niño tuviera edad suficiente para presentarse ante usted. Temía que lo culpara por su muerte.
Don Francisco permaneció en silencio durante largo rato. Su mente era un torbellino de emociones contradictorias: ira, dolor, incredulidad y, sorprendentemente, un destello de esperanza.
—Tráigalo —dijo finalmente.
Cuando el pequeño Joaquín entró en el despacho, don Francisco se arrodilló frente a él para mirarlo a los ojos. Los mismos ojos oscuros y profundos de Elena.
—¿Sabes quién soy? —preguntó con suavidad.
—Doña Lupe dice que eres mi padre —respondió el niño sin titubear, refiriéndose a la joven que lo cuidaba—. Dice que eres un gran señor con muchos cafetales, pero que algún día vendrías a conocerme.
Algo se quebró dentro del pecho de don Francisco. Extendió una mano temblorosa y acarició la mejilla del pequeño.
—Así es, Joaquín. Soy tu padre. Y lamento mucho haber tardado tanto en venir a verte.
Tres semanas después, don Francisco recibía en su despacho al investigador privado que había contratado.
—¿Está completamente seguro de sus hallazgos, don Ernesto?
—Sin lugar a dudas, don Francisco —respondió el hombre—. He seguido el rastro hasta el Hospicio de Huérfanos que las hermanas de la Caridad mantienen en Santa Tecla. El niño fue dejado allí hace cinco años por una mujer que coincide con la descripción de doña Mercedes. No hay ningún registro de que doña Elena diera a luz en las fechas indicadas. De hecho, según los registros médicos que he podido consultar, ella se encontraba demasiado débil incluso para concebir.
Don Francisco asintió lentamente.
—¿Y el parecido?
—Una curiosa coincidencia, quizás. O algo más deliberado. El niño podría haber sido seleccionado precisamente por ese parecido.
Don Francisco despidió al investigador y se quedó solo con sus pensamientos. Sobre su escritorio reposaba la medallita de la Virgen del Carmen que había encontrado entre las pertenencias de su difunta esposa. Contenía un pequeño mechón de cabello infantil y una fecha grabada: la supuesta fecha de nacimiento de Joaquín.
Esa noche, mientras observaba al niño dormir en la habitación que había ordenado preparar para él, tomó su decisión. No importaba si la sangre de los Pérez corría realmente por las venas de Joaquín. Elena lo había elegido. Y eso era suficiente para él.
Al día siguiente, don Ernesto Pérez anunció formalmente a la sociedad salvadoreña que había reconocido a su hijo y heredero de las propiedades familiares.
En su lecho de muerte, muchos años después, don Ernesto se llevaría a la tumba el secreto de aquella tarde en el patio. Doña Mercedes, por su parte, jamás reveló que la respuesta dada aquel día —"Suyo, don Ernesto"— había sido producto del pánico ante la inesperada aparición del señor, y no una confesión premeditada.
A veces, los accidentes del destino tejen historias más perfectas que las planeadas por los hombres. Y en la vieja casona colonial de San Jacinto, los retratos de los Pérez -incluido el de Joaquín- siguen observando en silencio a los visitantes, guardando los secretos de una de las familias más antiguas de San Salvador.