En los albores del tiempo, mucho antes de que las estrellas encontraran su órbita y los mares tuvieran nombre, el Gran Relojero del Universo se inclinó sobre Su mesa de trabajo. En ella, no había ni engranajes de oro ni rubíes, sino la materia prima de todas las historias: la luz increada y el barro de las almas.
Con Su mano paciente, moldeó una vasija para el alma de un hombre, a la que le dio el don de la curiosidad, pero también la inclinación al extravío. El hombre, una vez liberado, se creyó dueño de su propio camino, y se dedicó a buscar la felicidad en todos los rincones del mundo. Buscó en las fuentes agrietadas de la fama, en los espejos rotos del placer y en los vastos desiertos de la soledad. Sin embargo, en cada rincón, su alma se sentía cada vez más sedienta y el eco de su corazón se hacía más grande.
El Gran Relojero, lejos de desesperar, sonreía con la ternura de quien conoce el final de la historia. Él sabía que el laberinto no era una trampa, sino la senda que, por necesidad, llevaría al hombre de regreso a Él. Y mientras el hombre se perdía, el Relojero comenzó Su obra maestra para él.
Con un soplo de Su aliento, hizo nacer en un jardín secreto, una rosa única. No era una rosa común; sus pétalos no se marchitaban, su fragancia no se desvanecía y en su corazón latía una pequeña luz dorada. La llamó Lourdes, que significa "la que sana", y la plantó en un rincón del mundo, esperando el momento exacto.
El Relojero no la puso en el camino directo del hombre, pues sabía que este aún no estaba preparado. Primero, envió un hilo de luz para seducir el corazón del viajero. El hombre, cansado y con el alma a punto de la rendición, siguió esa luz. Lo condujo al corazón de un monasterio abandonado, a una biblioteca olvidada, a la página de un libro sagrado. El hombre se dejó rodear por esa paz, hasta que el caos de su alma se fue apaciguando.
Y fue entonces, cuando su corazón fue sanado, cuando el Gran Relojero, con esa gracia que solo Él posee, movió el telón de la historia. El hombre se encontró de repente no solo con la Verdad, sino con la rosa que había sido plantada para él. No en el camino de la virtud, sino en el camino del arrepentimiento.
El hombre, al verla, se arrodilló, no para admirar su belleza, sino para honrar el misterio. Comprendió que su travesía no había sido en vano, pues lo había preparado para recibir un don que no merecía. Desde ese día, el hombre ya no caminó solo. Tomó la mano de la rosa, y juntos, continuaron la senda. Cada espina, cada herida, cada nueva flor, se convertía en una celebración, un recordatorio de que su amor no era el producto del azar, sino la culminación de un plan divino.
Y mientras el tiempo corría, el hombre y la rosa entendieron que su historia no era solo de ellos, sino de todos los que les rodeaban. Su amor se hizo un faro que iluminaba a los que aún vagaban en el páramo, un testamento viviente de que el corazón humano, aunque inquieto, fue hecho para descansar en un amor que siempre lo buscó, y lo encontró, en la forma más hermosa y milagrosa.
Pero la historia no termina aquí. Porque la vida, que es más grandiosa que la simple poesía, siempre revela una paradoja final. El hombre, llamado Rafael, que en su nombre llevaba la promesa de que "Dios ha sanado", no fue al mundo a curar a los enfermos, sino que, en la más gloriosa de las ironías, fue él mismo el que fue sanado. Y la rosa, llamada Lourdes, que era el símbolo de un milagro que sanaba a multitudes, no curó a nadie más que a un solo hombre.
Así, en el acto de amor más íntimo y profundo, los dos nombres que el destino había destinado para la sanación de muchos, se unieron para sanarse el uno al otro. Su amor fue un testimonio de que el mayor milagro no es el que se ve en la plaza pública, sino el que ocurre en el silencio del corazón, donde dos almas rotas encuentran su medicina en la compañía del otro.
Ningún viaje en pos de la verdad debe hacerse en solitario. Si estas palabras le han servido de lumbre, comparta la antorcha con otro caminante.