El Santuario de las Piezas Sueltas
El grito fue un aullido corto, primitivo, desgarrado del sueño más profundo por un dolor agudísimo y casi cómico. Julián se encontró de pronto en el suelo del pasillo, abrazando su pie como si fuera un pájaro herido, con la oscuridad de la casa zumbando en sus oídos. Bajo la planta de su pie, el verdugo: una pieza de LEGO. Roja, de cuatro puntos. Un pequeño ladrillo de plástico que, en la quietud de las tres de la mañana, se había convertido en un instrumento de tortura de una eficacia brutal.
Ese grito, se dio cuenta con una vergüenza tardía, había salido de su boca.
Mientras el dolor ardiente retrocedía para dar paso a un fastidio sordo, Julián se quedó allí, en el frío suelo. La pieza de LEGO no era un objeto aislado. Era un símbolo, la punta de un iceberg caótico que gobernaba su vida. Era el recordatorio de los juguetes sin guardar, de las mochilas a medio hacer, de los horarios que se solapaban como olas en una tormenta. Era el diente de un pequeño dragón de plástico, nacido del desorden que él ya no sabía cómo combatir.
No volvió a la cama. El sueño se había esfumado, reemplazado por el desfile incesante de sus pendientes. Una llamada de trabajo que no podía olvidar, la cita con el pediatra, la mancha de humedad en el techo del baño. Y en medio de esa procesión de ansiedades, los rostros de sus hijos: Ciro y Silvano, con sus construcciones a medio terminar, esperando que él se uniera a una batalla de naves espaciales; Aurora, con su juego de té en miniatura, invitándolo a una ceremonia solemne con muñecas de ojos vidriosos.
Cada invitación era, para él, una tarea más en una lista infinita. Una interrupción. Sentía que no tenía el espacio mental, que su cabeza era una habitación atestada de muebles donde ya no cabía ni el más pequeño instante de juego. Veía sus peticiones de amor y sentía el peso de una obligación. Y la culpa, esa sombra fría, lo acompañaba siempre.
Caminó a tientas hasta su pequeño estudio, una esquina del salón donde su ordenador dormitaba. Se sentó, sin encender ninguna luz, y en la penumbra vio el cuaderno que su esposa le había regalado. "Para tus pensamientos", decía la primera página, escrita con su caligrafía elegante. Apenas lo había usado.
Pero esa noche, movido por un impulso nacido del dolor y la vigilia, lo abrió. La pluma se sentía extraña en su mano. Empezó a escribir sobre el incidente, sobre el ridículo grito en la noche. Y mientras las palabras fluían, algo comenzó a cambiar. El caos en su mente empezó a ordenarse sobre el papel.
«Busco la calma», escribió, casi sin pensar. «Pero la busco lejos. En esas dos míseras semanas de vacaciones al año, en la fantasía de una vida sin responsabilidades. Huyo. Pero no se puede huir de esto. Los bebés lloran, los adolescentes discuten, las piezas de LEGO acechan en la oscuridad».
Se detuvo. Releyó la última frase. La calma no podía estar en la huida. Entonces, ¿dónde? Pensó en el único momento del día que sentía verdaderamente suyo: esos diez minutos de silencio en la madrugada, antes de que la casa despertara, cuando se sentaba con una taza de café y simplemente existía. Un instante de oración silenciosa, un encuentro consigo mismo antes de que el mundo se abalanzara sobre él.
¿Y si no era el único instante posible? ¿Y si había otros, disfrazados de otra cosa?
«Quizás el problema», continuó escribiendo, «es que busco escapar del caos, en lugar de encontrar el silencio dentro de él».
La idea lo golpeó con la fuerza de una revelación. El paseo absurdamente lento desde la puerta del colegio hasta el carro, que siempre le impacientaba, ¿no era acaso una oportunidad? Las preguntas incesantes de Silvano sobre los árboles, ¿no eran una invitación a un mundo distinto? Y el juego... el juego que tanto rehuía...
¿Y si el juego con sus hijos fuera otra forma de oración?
Imaginó el acto de sentarse en el suelo no como una rendición ante el desorden, sino como la entrada deliberada a un santuario. Un lugar donde las preocupaciones del mundo adulto, con sus manchas de humedad y sus llamadas de trabajo, no tenían pasaporte. Un espacio sagrado donde la única tarea era conectar. Conectar con la risa de Aurora, con la lógica fantástica de Ciro, con la callada concentración de Silvano.
La pieza que lo había herido era la misma que podía sanarlo. No era el enemigo; era la llave.
A la mañana siguiente, el cansancio pesaba sobre sus párpados, pero una extraña resolución lo mantenía firme. Mientras se servía el café, Aurora se acercó, arrastrando un cesto lleno de bloques de madera.
—Papá, ¿hacemos la torre más alta del mundo?
Sintió la punzada familiar de la resistencia, el coro de sus pendientes gritando en su mente. Pero esta vez, algo era diferente. Miró a su hija, a sus ojos expectantes, y vio no una interrupción a su caos, sino la invitación a su momento de calma. El amanecer llamando a su puerta.
Respiró hondo. Dejó la taza en la mesa.
—Claro que sí, mi arquitecta. La torre más alta que el mundo haya visto.
Se arrodilló en el suelo, y por primera vez en mucho tiempo, no sintió el frío del piso, sino la calidez de la alfombra. El teléfono quedó olvidado en su bolsillo. Las preocupaciones se silenciaron, como un ruido de fondo que finalmente se desvanece.
Mientras apilaba un bloque sobre otro, escuchando las risas de su hija, Julián comprendió. No había escapado del caos. Había hecho algo mucho más poderoso. Había construido un pequeño santuario de silencio justo en el corazón de la tormenta, con las mismas piezas sueltas que antes solo le causaban dolor. Y se dio cuenta de que la calma no era un lugar al que se llegaba, sino un mundo que se decidía construir, bloque a bloque, en medio de todo lo demás.