El único sonido en la penumbra del dormitorio era el rascar de una pluma sobre el pergamino. La luz del atardecer, una franja de oro viejo y polvoriento, cortaba la habitación en dos, dejando en la sombra el rostro del Juez Aarón, postrado en su lecho de muerte. Su cuerpo era una ruina, pero su voz, aunque débil, conservaba el timbre del acero forjado en mil veredictos. A los pies de la cama, un joven notario, pálido y diligente, transcribía las últimas palabras del hombre más justo de la ciudad.
—Continúa —ordenó el Juez—. Sección final: Veredicto sobre el Acusado.
El notario tragó saliva. Durante una hora, había tomado dictado del más extraño de los testamentos: un juicio meticuloso, implacable, contra Dios.
—Escribe —dijo Aarón—. Que quede registrado. Cargo Primero: Negligencia Criminal. El Acusado, habiendo diseñado y construido el universo y a sus habitantes, falló en proveer una estructura libre de defectos inherentes. Introdujo en el sistema la enfermedad, el decaimiento y la muerte, vicios de diseño que ningún artesano mortal toleraría.
El Juez hizo una pausa, sus ojos fijos en el techo, que para él se había convertido en la bóveda de un tribunal cósmico.
—Cargo Segundo: Código Injusto. El Acusado impuso a sus criaturas un código moral lleno de cláusulas imposibles y castigos desproporcionados, exigiendo una perfección que Él mismo hizo inalcanzable. Creó el deseo y luego lo prohibió. Creó la duda y luego la castigó.
La voz de Aarón se endureció.
—Cargo Tercero y final: Abandono del Testigo. Y ante el sufrimiento generado por su negligencia y la confusión causada por su código, el Acusado ha mantenido un silencio contumaz. No ha respondido a las citaciones. No se ha presentado a defender su caso. Su ausencia es su confesión.
Un silencio pesado llenó la habitación. El Juez había pasado su vida entera pesando las acciones de los hombres en la balanza de la ley. Ahora, en su hora final, pesaba la creación entera y la encontraba deficiente. Iba a dictar la sentencia que su lógica le exigía.
—Por tanto, yo, el Juez Aarón, en pleno uso de mis facultades, declaro que el Acusado es…
Pero la palabra se ahogó en su garganta. La franja de luz se había movido, y ahora iluminaba un solo objeto sobre la mesita de noche: una pequeña caja de madera de olivo, sin adornos, gastada por el roce de décadas.
Y con la luz, vino el recuerdo.
No era un pensamiento, era una emboscada. De pronto, ya no era el Juez Aarón. Era Aarón, un niño de siete años, escondido en el taller de su padre, temblando. Había roto el cronómetro de plata de su abuelo, la reliquia más preciada de la familia. El castigo sería terrible, pero justo. Su padre, un hombre severo y recto, entró en el taller. Aarón cerró los ojos, esperando el veredicto. Pero en lugar del golpe de la justicia, sintió dos manos grandes y cálidas que lo levantaban. Su padre lo abrazó. Y mientras el niño lloraba su culpa, el padre le susurró al oído: "No importa, hijo. Tu paz vale más que toda la plata del mundo". Al día siguiente, sobre su almohada, encontró la cajita de madera de olivo. Dentro, había un trozo de dulce.
La memoria, tan ilógica, tan injusta, explotó en la mente del anciano. Aquel acto de gracia inmerecida era la piedra angular de su vida, y sin embargo, no había lugar para ella en el edificio de su ley. Su sistema perfecto no tenía una cláusula para el perdón. Un universo regido por la justicia impecable que él exigía a Dios, sería un universo en el que su padre debería haberle castigado. Sería un universo sin gracia.
El Juez abrió los ojos. El techo ya no era un tribunal. Era solo un techo. La arrogancia se desmoronó, dejando al descubierto el terror de un alma desnuda. El gran Juez de la ciudad se vio a sí mismo por primera vez: un niño asustado, culpable, necesitado no de un juicio, sino de un abrazo.
El notario, nervioso por el largo silencio, carraspeó.
—Señor Juez, ¿la sentencia? ¿Escribo "Culpable"?
Los ojos de Aarón, ahora llenos de una claridad terrible, se desviaron del techo y se posaron sobre sus propias manos, sobre su propio pecho. Con su último aliento, dictó una nueva sentencia.
—No. Borra todo lo anterior.
El notario lo miró, perplejo.
—Escribe solo esto —susurró el Juez—. "El juicio ha concluido. Que el Acusado tenga piedad de este juez".