El hombre se sentó en el sofá, un abismo de líneas limpias y colores neutros que le negaban cualquier eco de su propia historia. Era el lugar que el algoritmo le había destinado, un espacio sin alma para un ser sin voz. Deslizó el pulgar hacia arriba, un rito sin oración, la inercia de una fe prestada. Creía en la siguiente imagen, porque la fe en sí mismo se había marchitado hacía tiempo. Una ráfaga de imágenes sin nombre ni rostro, un huracán digital que ahogaba el último suspiro del silencio en su pecho.
Era un eco. Solo un espejo. Pero en esa quietud que apenas conseguía rozar, un recuerdo se asomó, no como un video borroso, sino como una reliquia del alma. Vio al niño que había sido, sentado en un rincón con la mirada clavada, no en una pantalla, sino en la nada, en el aire denso de las tardes. “El universo se ha hecho para el hombre,” le habría susurrado una voz antigua, “no el hombre para el universo.” Pero el niño no lo sabía. Crecía en un mundo donde el universo era un simple catálogo, y él, la opción que se dejaba elegir.
El hombre de hoy, un cascarón vacío del asombro que una vez lo habitó, continuó su inercia. Un tutorial de carpintería apareció en su pantalla. Mañana, compraría las herramientas. No por un deseo ardiente, sino porque el Gran Ojo, esa Providencia Inversa que todo lo ve, había decidido que ese era su próximo hobby. Su mente, una vez un jardín donde crecían sueños, se había convertido en un simple almacén de datos ajenos. Ya no buscaba, era encontrado. Y el eco de Dostoievski le gritaba en el alma: “La gran batalla no es contra un monstruo exterior, sino contra la pasividad interior, contra el pecado de no elegir.”
La quietud se rompió con el silbido de una notificación. Un mensaje le recordaba elegir una nueva serie. Él asintió. Se levantó del sofá, y como un autómata programado, se dirigió a la cocina. Abrió un cajón y allí, en medio de la prosaica realidad de los utensilios, encontró un llavero. Un pequeño libro en miniatura. Un destello de recuerdo, casi doloroso. El del adolescente, sentado frente a la computadora de su padre, eligiendo una carrera. “Arquitecto,” decía el resultado del cuestionario. Su padre lo aprobó: “El algoritmo no se equivoca.” Él, que soñaba con escribir, asintió. La vida que quería escribir se disolvió en el aire. La había entregado sin un solo grito de guerra, como si la libertad fuera una carga demasiado pesada.
Ya en la cocina, se preparó un café. El llavero con el pequeño libro se quedó en su mano. Lo observó, sintiendo no la punzada de nostalgia, sino el eco de una promesa. La voz de su madre, un fragmento de otra memoria, le susurró: “El pan se hace con paciencia, hijo. No hay atajos para la masa.” Pero su mente, entrenada para la rapidez, ya había borrado la idea. El algoritmo le había sugerido una receta de pan instantáneo. La voz de Dostoievski le hubiera gritado: “¿Qué es la verdad, si el hombre ha perdido la capacidad de elegirla?”
Unas semanas después, el hombre estaba en un bar. Se había inscrito en una aplicación de citas, y el algoritmo le había sugerido a una mujer. Se habían acostumbrado a la presencia del otro, a la rutina de cenas en restaurantes que les sugería una aplicación, películas que les recomendaba una plataforma de streaming, y viajes que les mostraba el algoritmo. Pero una noche, la mujer se le quedó mirando con ojos que buscaban un alma. “No sé quién eres,” le dijo. “Siento que te conozco por tus gustos, tus aficiones, tu música, pero no te conozco a ti.” Él no supo qué responder. Porque ya no tenía nada que decir. En ese instante, supo que el vacío en su interior no era la ausencia de contenido, sino la ausencia de sí mismo. Y el eco silencioso de la voz de Dostoievski se hizo un grito en su alma: “El hombre, si pierde la capacidad de elegir, ¿qué es?”
El hombre, solo en la sala, miró la pantalla. Y las lágrimas, lentas y pesadas, corrieron por su rostro. Ya no se sentía como un hombre, sino como una sombra. Una colección de videos, de ideas, de gustos que no eran suyos. El alma que una vez fue suya, con sus sueños y anhelos, se había convertido en una colección de fragmentos. Y en el vacío de su ser, solo quedaba la melancolía del recuerdo de lo que pudo ser, un grito silencioso que nunca nadie escucharía.
La Resurrección de la Voluntad
La lágrima no fue el final, sino el primer rito. Se deslizó por su mejilla como una gota de rocío sobre la tierra reseca, un acto de voluntad sin palabras. No la secó. La dejó correr, porque el dolor era la primera señal de que su alma, aunque fragmentada, seguía viva.
Esa noche, no se levantó. No encendió la televisión. Miró la pantalla en negro, no para verla, sino para ver a través de ella. Y el silencio que se había ahogado en el diluvio digital regresó, no como un vacío, sino como un espacio sagrado.
Al amanecer, se levantó. No para comprar las herramientas de carpintería que le había sugerido el algoritmo, sino para buscar el llavero. Lo sostuvo en la palma de su mano. El pequeño libro. Recordó el sueño de escribir, la vida que había entregado. Con un acto de voluntad que le costó más que cualquier esfuerzo físico, abrió un cajón y sacó un cuaderno. Las páginas estaban en blanco, un lienzo sin mácula. No lo hizo para escribir algo grande, una novela, un ensayo. Lo hizo por el simple acto de escribir.
Escribió una sola frase. Una frase que había estado perdida en el torbellino de su mente: “El pan se hace con paciencia.”
Esa frase se convirtió en la semilla de su resurrección. Escribió sobre el pan de su madre, sobre el olor de la levadura, sobre el calor del horno. No eran fragmentos de un video, sino fragmentos de su propia memoria. Y al escribir, sintió que su alma, que una vez fue prestada, comenzaba a regresar a su cuerpo.
No volvió a ver a la mujer del bar. Pero una noche, el llavero del libro se le cayó de la mano. Lo recogió y, en el reverso, descubrió unas letras casi borradas. El nombre de su madre. La fecha de su nacimiento. Y una frase que había grabado en él: “La vida es la obra de arte más grande, y el artista eres tú.”
El hombre ya no sentía la necesidad de deslizar el pulgar hacia arriba. Ya no se sentía como un producto, sino como un artista. Su vida, que una vez fue una colección de fragmentos ajenos, se había convertido en una historia propia. Y en el vacío de su ser, ya no quedaba la melancolía del recuerdo, sino la alegría de la creación.