La Cicatriz de la Duda
Escena: Un scriptorium de la incipiente Alejandría. Justino, el filósofo convertido, se sienta ante un pergamino. La luz de la lámpara parpadea sobre sus manos, que hace apenas un año sostenían con devoción los diálogos platónicos.
La tinta se secaba sobre la palabra Kerygma, pero Justino no sentía la plenitud que debía acompañar a tal vocablo, la proclama del Cristo. Sentía, en cambio, la incómoda punzada de su antigua pasión: el amor a la sabiduría, la Philosophia.
«¿Es esto un fraude más noble?» —susurró la voz, una serpiente de seda que no procedía de fuera, sino del santuario más profundo de su propio intelecto. Era la duda sofisticada, la Carga Silenciosa del converso que ha sido maestro antes de ser discípulo.
Recordaba la belleza del Timeo, la perfección geométrica de las Ideas. Allí, en la contemplación de lo Trascendente, había sentido el escalofrío de lo divino. Una perfección fría, sí, una deidad lejana, pero inmaculada. Ahora le exigían adorar a un Carpintero crucificado en el lodazal de una historia minúscula. Su corazón se inclinaba; su mente se rebelaba. La fe era la rendición de la voluntad, pero ¿debía ser también la abdicación de la ratio?
Apretó el puño contra el pergamino. El conflicto no era entre Dios y él, sino entre el Dios de las Ideas Puras (su antigua deidad platónica) y el Dios de la Historia Pura (el Logos encarnado). El primero era sublime y cómodo, un destino inmutable. El segundo era trágico y demandante, una ley que exigía la fricción de la Cruz.
«He combatido a los paganos con su propia lógica», meditó Justino. «Les he demostrado que el Logos de Heráclito es el preámbulo torpe del Verbo de Juan. He usado el sôma y el tópos griegos para hablar de la Creación de la nada. Mi razón ha sido mi mejor espada. ¿Por qué, entonces, me temo que esta misma espada me juzgará a mí?»
Una lágrima de pura agonía intelectual, no de tristeza, rodó por su mejilla. Era la lágrima del orgullo que se disuelve. Había buscado la Verdad con fervor griego, con el esfuerzo prometeico de la mente, creyendo que la alcanzaría por sus propios medios. Y la había encontrado, sí, pero no como una joya extraída de la tierra por su propio ingenio, sino como un don ofrecido en el barro, en la debilidad de la carne.
La Gracia no le pedía matar a Atenas, sino bautizarla. No destruir la razón, sino postrarla ante Aquel que es la Razón misma. Al comprender esto, al sentir el gozo de esa derrota gloriosa de la autosuficiencia, Justino tomó la pluma.
Escribió: “Lo que los griegos llamaron Logos, por el cual vivieron y murieron, es el mismo Cristo, del cual ahora somos partícipes. Pues Él es la Razón completa, y ellos, solo destellos.”
La paradoja era el secreto de la alegría: el conocimiento no estaba en la posesión, sino en la entrega. El esfuerzo había tenido su recompensa, no en el hallazgo, sino en el camino que lo condujo, exhausto y humillado, a los pies de la Verdad Encarnada.



