Domingo, 27 de julio de 2025. 8:24 de la mañana.
El silencio en el apartamento de Mateo Rivas es una obra de ingeniería. Es un silencio de doble acristalamiento, de muros de concreto y de una altura de veintidós pisos que mantiene a raya el caos febril de San Salvador. Mateo, de pie en medio de su sala minimalista, lo cultiva como a una orquídea exótica. Es el arquitecto de su propia calma.
Afuera, la ciudad es un organismo vivo que hierve bajo el sol. El calor, incluso a esta hora temprana, ya no es una temperatura, sino una presencia física que ondula sobre el asfalto. Desde su atalaya, Mateo puede ver la marea de tejados de lámina, las cicatrices de las quebradas, los nuevos y arrogantes edificios de oficinas y, dominándolo todo, la masa inmóvil y verde del volcán de San Salvador. El gigante. El eterno vigilante.
Mateo lleva a sus labios una taza de porcelana blanca. El café, un grano de estricta altura de Ataco, ha sido molido y preparado por él con la precisión de un ritual químico. Es su única concesión al alma de su país, pero despojada de su folclor, reducida a una ciencia de temperaturas y tiempos de infusión. Mientras sorbe el líquido amargo y perfecto, la voz de un cliente de la semana anterior resuena en su memoria: «Arquitecto, este edificio que usted diseña, debe tener alma, ¿comprende? Debe hablarle a la tierra sobre la que se asienta». Mateo había sonreído y respondido con datos sobre resistencia sísmica y eficiencia energética. Alma. Una variable que no entraba en sus ecuaciones.
Se siente así desde hace tiempo: un traductor experto de un idioma que no le conmueve. Restaura iglesias coloniales, admira la pátina del tiempo sobre la piedra volcánica, pero lo hace con la distancia de un cirujano. Siente un profundo y secreto hastío de su propia asepsia, una nostalgia por una conexión que no sabe cómo buscar.
Su teléfono vibra sobre la encimera de cuarzo, una disonancia en la sinfonía de su calma. Número desconocido. La tentación de ignorarlo es fuerte. Contesta.
—¿Aló, Licenciado Mateo Rivas? —La voz al otro lado es un susurro seco, como el de un pergamino legal a punto de desmoronarse—. Habla el notario Aníbal Portillo. Lamento interrumpir su domingo.
Mateo siente una punzada de irritación. —Dígame, notario.
—Es una disposición final del testamento de su abuelo, don Hernán Rivas. Una cláusula de activación póstuma. Hay un objeto, una caja, que debo entregarle en persona. Es... un asunto de carácter impostergable.
Hernán Rivas. El patriarca. El hombre que construyó un pequeño imperio del café y lo vio marchitarse. Mateo lo recuerda como una figura severa, de manos grandes y un silencio que pesaba más que cualquier palabra. Murió hace más de una década. ¿Una cláusula póstuma? Suena a una excentricidad teatral, propia de un hombre que siempre amó los gestos grandilocuentes.
Acuerdan una hora. A las tres de la tarde, el sol es un martillo sobre la ciudad. El mensajero que llega al lobby de su edificio es un muchacho joven, empapado en sudor, que mira el mármol y el acero del vestíbulo con una mezcla de asombro y resentimiento. Le entrega a Mateo una caja de madera de cedro, envuelta en una tela de lino crudo. La caja es pesada, y está fría al tacto a pesar del calor ambiental.
De vuelta en la seguridad de su apartamento, Mateo la deposita sobre su mesa de roble. Es una pieza hermosa y sobria. Huele a tiempo, a tabaco curado, a cedro y a algo más... algo mineral, casi metálico, como el olor a tierra después de un incendio. La abre. El interior, forrado en terciopelo granate, presenta un único objeto: un diario encuadernado en cuero oscuro, con las iniciales A.R. grabadas en oro casi borrado. Alfonso Rivas. Su bisabuelo. El fundador de la dinastía.
Un temor irracional y primario lo recorre. Siente que está a punto de profanar una tumba. Se sirve un ron, deja que el líquido ambarino le queme la garganta, y se sienta ante el diario.
Las primeras páginas son la crónica predecible de un terrateniente del siglo XIX. Pero al llegar al año 1873, la caligrafía se vuelve más apretada, más febril. Y aparece el nombre: Lázaro.
«12 de mayo», lee Mateo. «Hoy he visto la obra terminada de ese mestizo, Lázaro. La roseta de la Iglesia del Rosario. La gente del pueblo la llama el Corazón de Luz. Es una blasfemia de belleza. Una belleza que no le corresponde a un hombre de su sangre, una belleza que hipnotiza y pervierte. Se murmura que su luz tiene poder, que es un amuleto contra los temblores. ¡Superstición! Pero una superstición peligrosa. Da poder a quien no debe tenerlo».
Mateo sigue leyendo, el ron olvidado a su lado. El desprecio de su bisabuelo se transforma en un miedo tangible, paranoico. La admiración del pueblo por Lázaro crece, y con ella, la ofensa a la soberbia de hombres como Alfonso Rivas.
Y entonces, la confesión. La página está manchada, la tinta corrida.
«21 de noviembre. Lo hemos hecho. Por el bien de esta tierra, nos dijimos. Lo esperamos en el callejón tras su taller. No gritó. Ni siquiera cuando la culata del revólver le partió los huesos de la mano derecha. Y luego la izquierda. El sonido... que Dios me perdone, pero el sonido de ese genio quebrándose es lo que me despierta por las noches. Le hemos robado la luz. No de sus ojos. De sus manos. Y él, de rodillas, con las manos destrozadas y sangrantes, nos miró y susurró su maldición. Pero no era para nosotros. Era una profecía. Dijo: "Han roto el laúd. Ahora la tierra bailará una danza sin música. La deuda por este silencio la pagarán sus hijos con ceniza"».
Mateo se levanta de un salto, con el corazón martilleándole en el pecho. La habitación parece inclinarse. El crimen no es una abstracción. Es detallado, brutal, íntimo. Camina hacia la ventana, buscando el aire que de repente le falta. La ciudad abajo ya no es un paisaje; es la escena de un crimen que su propia sangre cometió.
Vuelve al diario, obligado por una fuerza oscura. La última parte es un descenso a la locura. Meses después, un terremoto devasta la ciudad. La Iglesia del Rosario se derrumba, matando a Lázaro entre los escombros de su propia creación.
«¡Es la deuda!», escribe Alfonso, con una letra casi ilegible. «¡La danza sin música ha comenzado! Su Corazón de Luz se ha hecho añicos, pero su profecía está intacta. Siento los temblores no en el suelo, sino en mi sangre. Es la fiebre de la tierra, una fiebre que hemos desatado».
Mateo cierra el diario de golpe. El silencio de su apartamento ya no es pacífico, es acusador. Temblando, saca su teléfono, y con un impulso que no comprende, abre el monitor sísmico nacional. Su dedo se desliza por la pantalla. La última semana. El mes. Un patrón emerge. Un enjambre de microsismos, pequeños pero incesantes, todos localizados en la misma área, cerca del centro histórico. Una actividad anómala, insistente.
La fiebre de la tierra.
En ese preciso instante, un sonido sutil pero inequívoco recorre la habitación. El vaso de ron sobre la mesa vibra contra la madera. Un tintineo levísimo, fantasmal. El gigantesco ventanal que da al volcán emite un profundo y gutural gemido, el sonido del cristal sometido a una tensión invisible.
Mateo se queda paralizado. El aire se ha vuelto eléctrico. El temblor ha durado apenas un segundo. ¿Ha sido real? ¿O ha sido la confesión de su bisabuelo, trepando por su espina dorsal hasta sacudir los cimientos de su propia razón?
Mira la pantalla de su teléfono. Luego, la ventana que mira al volcán. Y por primera vez en su vida, Mateo Rivas, el arquitecto de la lógica, siente miedo. Un miedo atávico, profundo. El miedo a que la historia que acaba de leer no esté muerta y enterrada. El miedo a que esté viva, y que esté, en este mismo instante, llamando a su puerta.