La Deuda de La Luz. Capítulo 5: La Hora del Alma
La noche se apoderó de la oficina de Rivas Arquitectos, pero Mateo no la notó. El mundo exterior se había disuelto en un zumbido distante. Solo existía la luz fría de la pantalla del monitor, el calor del fragmento de vidrio en su bolsillo y el tictac implacable del reloj en la esquina de su pantalla, desgranando los segundos de las menos de cuarenta y ocho horas que le quedaban. La desesperación era un animal acorralado en su pecho. El muro de la lógica corporativa era impenetrable. No podía razonar con ellos. No podía demandarlos. No podía luchar contra ellos.
Solo le quedaba una opción: hacer que la leyenda gritara tan fuerte que los sordos se vieran obligados a escuchar.
Tomó dos decisiones que sellaron su ruptura definitiva con la vida que había conocido. La primera llamada fue a Panchimalco. La voz de Elena Cruz contestó al segundo tono, serena como si lo hubiera estado esperando. —Maestra —dijo Mateo, su propia voz sonando extraña, ronca—. Van a dinamitarlo. El lugar del altar. Tienen maquinaria pesada. Les queda menos de dos días. Hubo un silencio al otro lado, no de sorpresa, sino de una profunda y grave meditación. —La fiebre del concreto es una enfermedad del alma —respondió Elena con calma—. No respetan ni a los vivos ni a los muertos. ¿Qué necesita de mí, arquitecto? —El conocimiento. Los otros fragmentos. La geometría de la roseta. ¿Podemos… podemos hacer algo? ¿Recrear el efecto, aunque sea por un momento? —El Corazón de Luz necesitaba al solsticio. No podemos replicar la fuerza del sol —dijo ella—. Pero la memoria del vidrio es fuerte. Quizá no podamos cantar la canción completa, pero tal vez… tal vez podamos hacer que el diapasón emita una nota. Una sola nota, lo suficientemente fuerte como para que la oiga la tierra. Estaré en la ciudad al amanecer. Traeré a los otros hijos de la luz.
La segunda llamada fue a la sacristía de la Iglesia El Rosario. La voz de Elías era un susurro cansado. Mateo le explicó la situación, la voladura inminente. —Es una profanación —dijo Elías, y por primera vez, Mateo percibió una vena de acero en la voz del anciano—. Quieren borrar hasta la cicatriz. La casa de Dios estará cerrada por la noche. Pero el guardián de la herida tiene sus propias llaves. Los esperaré después de la medianoche. Que Dios nos perdone por lo que vamos a hacer.
La alianza quedó sellada. El Arquitecto, con su conocimiento del mundo moderno; la Artesana, con la sabiduría del mundo antiguo; y el Guardián, con la fe y las llaves del lugar sagrado.
Las siguientes veinticuatro horas fueron una vorágine de actividad febril. Siguiendo las precisas instrucciones que Elena le dio por teléfono, Mateo se encerró en el taller de maquetas de su propia firma. Rodeado de réplicas a escala de edificios que aún no existían, se dedicó a construir un artefacto que no pertenecía a esa era. Usando varillas de acero y abrazaderas de precisión, fabricó un marco circular y ligero, una especie de esqueleto metálico basado en los principios geométricos de Lázaro. Luego, de la bodega de equipos, tomó una lámpara de proyección de alta intensidad, de las que se usan para simular la luz solar sobre los modelos arquitectónicos. Era una ironía brutal: usaría una herramienta para crear futuros de concreto para resucitar un pasado de cristal.
Al amparo de la noche siguiente, la más oscura y silenciosa antes del plazo fatal, los tres aliados se encontraron en la desierta Plaza Libertad. Elena Cruz, envuelta en un chal, llevaba una pequeña caja de madera con una devoción casi religiosa. Elías, una sombra entre las sombras, les hizo una seña desde una puerta lateral de la iglesia.
El descenso a la cripta fue diferente esta vez. Ya no era un viaje de descubrimiento, sino una incursión en territorio enemigo. Podían sentir, más que oír, la vibración de baja frecuencia de los generadores del sitio de construcción cercano, un zumbido constante que profanaba el silencio sepulcral.
A la luz de varias linternas y el viejo candil de Elías, Elena finalmente abrió su caja. Mateo contuvo el aliento. Dentro, sobre un lecho de algodón, reposaban una docena de fragmentos de vidrio. Vio un azul tan profundo como el mar abisal, un verde que contenía la esencia de la selva y un rojo que palpitaba como un ascua. Eran los últimos vestigios de la sinfonía de Lázaro.
Guiados por una intuición que parecía nacer de la propia tierra, Elena identificó el lugar exacto del altar. Juntos, retiraron los escombros hasta que la superficie irregular de una gran losa de obsidiana quedó expuesta. El diapasón.
Comenzó el ritual. Mateo montó el marco que había construido. Con manos que no temblaban, Elena comenzó a colocar cada fragmento en su lugar designado dentro de la estructura, creando una réplica rota e incompleta del Corazón de Luz. Cada pieza encajaba con una lógica que solo ella entendía. —Ahora, arquitecto —susurró—. Su sol artificial.
Mateo apuntó la lámpara de alta intensidad hacia el mosaico improvisado y la encendió. Al principio, solo proyectó un caótico batiburrillo de manchas de colores en la pared opuesta. —Más cerca —indicó Elena—. Busque el foco. Como si ajustara la lente de un proyector muy antiguo.
Con la precisión de un cirujano, Mateo movió la lámpara milímetro a milímetro. Y entonces, ocurrió. Las manchas de color comenzaron a converger, a superponerse, a fusionarse. La cacofonía de luz se transformó. Del centro del mosaico emergió un único haz de luz, no de un color, sino de un blanco brillante, casi líquido, que parecía contener todos los colores en su interior.
El haz golpeó la piedra de obsidiana en el suelo.
La reacción fue instantánea. La piedra no solo se iluminó; pareció absorber la luz y la cripta entera se llenó de un zumbido bajo y profundo. Era una nota musical, tan grave que se sentía más en los huesos que en los oídos. El aire se espesó, vibrando con una energía palpable. El fragmento en el bolsillo de Mateo se calentó tanto que tuvo que sacarlo. En las húmedas paredes de la cripta, como si se revelara una tinta invisible, comenzaron a dibujarse los patrones fantasmales de la roseta original.
De repente, un ruido sordo vino de arriba, del exterior. El zumbido de los generadores del consorcio se ahogó y murió. Las pocas luces del sitio de construcción que se veían por una rendija del sótano parpadearon y se apagaron. Habían creado una interferencia, una onda de resonancia tan pura que la maquinaria moderna no pudo soportarla.
—Es suficiente —dijo Elías, con urgencia—. ¡Vámonos!
Recogieron todo a una velocidad de vértigo y salieron de la iglesia justo cuando las linternas de los guardias de seguridad del proyecto comenzaban a moverse en la distancia, investigando el apagón.
La mañana siguiente, agotado pero incapaz de dormir, Mateo vio la noticia en su teléfono. El titular era inequívoco: "Suspenden Obras en Proyecto Nuevo Corazón por 'Anomalías Electromagnéticas y Geofísicas Inexplicables'". El artículo citaba fallos masivos en equipos y lecturas sísmicas "altamente irregulares y localizadas". Habían ganado. Habían detenido la voladura.
Esa tarde, se reunió con Elena y Elías en un café discreto. El triunfo era una corriente silenciosa entre ellos. Pero la artesana, con su sabiduría infinita, lo atemperó. —Hoy detuvimos a los ciegos —dijo, mirando a Mateo con una intensidad que lo traspasó—. Pero hemos encendido una luz en la oscuridad. Y la luz, arquitecto, atrae toda clase de miradas. Los que vendrán ahora no serán ciegos. Serán los que han estado buscando este poder durante mucho tiempo.
Mateo comprendió. La victoria no era un final. Era una declaración de guerra. Habían salvado el secreto de un enemigo que no sabía que existía. Ahora tendrían que enfrentarse a aquellos que sí lo sabían.