Antes de creer en Dios, creía en el Vacío. No lo digo como una metáfora poética, sino como una declaración de fe. Mi credo era el silencio del universo, mi certeza era la indiferencia de las estrellas y mi única liturgia era mirar de frente al absurdo. Había una especie de pureza en ello, una claridad helada que me resultaba más honesta que cualquier sermón que hubiera escuchado jamás.
Y por eso hoy, desde esta orilla de la fe que todavía exploro con torpeza y asombro, me atrevo a escribir algo que para algunos sonará a herejía: la descripción más cruda, precisa y necesaria de la condición humana no proviene de los teólogos, sino de aquellos que miran el abismo sin la red de seguridad de la fe.
He llegado a esta conclusión mientras leía a un monje trapense, Erik Varden, quien en su libro "La Explosión de la soledad" me reencontró con mis propias raíces. Varden me recordó la obra del escritor sueco Stig Dagerman, un ateo que describió nuestra existencia como un "anhelo insaciable de consuelo" en un universo mudo. Dagerman y otros como él —Camus, Cioran, Sartre— no flaquearon. Tuvieron la valentía de sentarse en la oscuridad y describirla con un detalle implacable. Como ateo, yo conocía esa oscuridad. Era mi hogar.
Lo que la fe me ha permitido no es borrar ese sentimiento, sino reinterpretarlo. La herida que Dagerman describió sigue ahí. La diferencia es que ahora sospecho que no es una herida accidental, sino una herida en forma de Dios. El diagnóstico del ateísmo era perfecto.
Un Mensaje en la Botella para el Creyente Cómodo
Y es aquí donde mi reflexión se vuelve incómoda y se dirige directamente a ti. A ti, que siempre has creído. A ti, para quien la fe nunca ha sido una pregunta desgarradora, sino una respuesta heredada. A ti, que quizás nunca has sentido en carne propia el vértigo helado del silencio de Dios, porque tu Dios siempre ha estado ahí, como un mueble más en el salón de tu vida.
Te lo digo con el respeto de quien viene del frío: el ateo que lucha en la noche oscura del sin sentido está teniendo una experiencia espiritual más auténtica que aquel que va a misa por inercia cultural. El que se enfrenta al abismo está en el campo de batalla. El que juega a ser creyente sin haber peleado nunca esa batalla, está en la retaguardia, confundiendo la ausencia de guerra con la paz.
Permíteme que te haga las preguntas que yo me hice en la oscuridad y que ahora me hago a la luz:
¿Tu fe te ha costado algo alguna vez? ¿O es un seguro de vida gratuito que nunca has tenido que usar?
¿Es tu fe un refugio que construiste en medio de la tormenta, o es un sofá cómodo en una habitación con aire acondicionado donde nunca llueve?
¿Le temes más al juicio de Dios o a la opinión de tu comunidad si dejas de cumplir con los ritos?
La fe de muchos no es una cicatriz de una batalla ganada; es una joya de la abuela que se luce sin conocer su valor. Es un tesoro guardado en un cofre cuya llave se perdió hace generaciones. Y aquí yace el mayor peligro del que habla Varden: el Olvido. El ateo no puede olvidar el abismo. Pero el creyente tibio ha olvidado por qué necesitaba un puente para cruzarlo. Ha olvidado el drama de la salvación porque nunca se sintió realmente en peligro.
Si estas palabras te resuenan, te ruego que no las ignores. Haz lo que un creyente cómodo nunca haría: atrévete a dudar. Lee a los que no creen. Asómate a su abismo, no para saltar, sino para entender por fin la magnitud del rescate. Siente el frío para que puedas valorar, quizás por primera vez, el milagro del fuego.
La necesidad de recordar el frío
Por eso, mi conclusión es doble. Para mí, como converso, necesito las voces de los ateos para no olvidar de dónde vengo. Pero la Iglesia, en su conjunto, las necesita para despertar de su letargo. Los necesitamos como profetas del vacío, como un recordatorio constante de que nuestra fe no es un club social de fin de semana, sino una respuesta de vida o muerte a una pregunta real y universal.
No he quemado mis libros de Camus. Siguen en mi librera, junto a los de San Agustín, Ratzinger y Varden. Son los mapas de un abismo que aprendí a conocer de memoria. Hoy creo que ese abismo no tiene la última palabra. Pero jamás debo olvidar que existe. Su testimonio honesto es la piedra de afilar que mantiene mi fe cortante, y es el grito de alarma que quizás pueda despertar a los que duermen en una paz que no han ganado.
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