El mundo de Manuel Herrera, que ya se había fracturado, ahora se desmoronaba en esquirlas de imposibilidad. ¿Elena viva? ¿Su Elena, convertida en una secuestradora que firmaba con la inicial de su propio nombre? Era una paradoja cruel, un verso suelto en un poema que había perdido toda rima y razón. El mensaje vibraba en su mente con más fuerza que en el teléfono: Tenemos a Elisa. —E.
Las sombras en el salón se movían con una eficiencia letal, ajenas al cataclismo que ocurría en el alma de Manuel. Eran tres, tal como había vislumbrado. No eran ladrones comunes; se deslizaban por el espacio con la disciplina de los lobos, registrando la casa no en busca de joyas, sino de algo concreto. Buscaban el cofre. Buscaban la memoria USB.
El pánico, frío y paralizante, amenazó con anclarlo al suelo del invernadero. Pero entonces, la imagen de una niña de tres años —Tiene tus ojos y mi testarudez— se impuso sobre el miedo. Elisa. Un nombre que era a la vez una herida y un ancla. No era solo su vida la que pendía de un hilo, sino la de un futuro que no sabía que existía.
La pistola en su mano se sentía como un objeto ajeno, un trozo de hielo pesado y torpe. No era un arma para él, un hombre de letras y silencios. Su verdadera arma siempre había sido la mente. Y ahora, más que nunca, debía usarla.
Con la cautela de un animal acorralado, Manuel retrocedió, pisando con cuidado las baldosas húmedas. La puerta trasera del invernadero, aquella que daba al jardín descuidado y que rechinaba con el óxido de los años, era su única salida. El sonido de un objeto cayendo en la sala de estar —un jarrón, quizás el que Elena había traído de su viaje a Lisboa— fue la señal. Mientras los intrusos se distraían, Manuel giró el pomo oxidado con una lentitud agónica. El gemido metálico fue, para sus oídos, un grito en la noche. Se congeló. Esperó. No hubo reacción desde el interior.
Se deslizó hacia la oscuridad del jardín, la lluvia empapándolo al instante, lavando el sudor frío de su frente. Corrió agachado, pegado al muro de piedra que separaba su propiedad de la del vecino, hasta llegar a la callejuela trasera. No miró atrás. Huir era un acto de cobardía, pero en ese momento, también era el único acto de paternidad que podía ejercer.
No podía ir a la policía. La carta de "A" —la Elena que había amado— era clara: no se podía confiar en nadie. Tampoco podía ir al hospital. Si la carta era cierta, la habitación 307 estaría vacía o, peor aún, vigilada. Necesitaba un lugar anónimo, un rincón olvidado donde la información contenida en la memoria USB pudiera darle un mapa para navegar en esa pesadilla.
Pensó en la biblioteca del pueblo, pero era demasiado obvia. Fue entonces cuando recordó un pequeño café internet en las afueras, un local abierto toda la noche que subsistía gracias a los transportistas y a los jóvenes que buscaban una conexión más rápida. Un no-lugar, perfecto para un hombre que sentía que su identidad se había disuelto.
Una hora más tarde, tiritando de frío y con el corazón aún desbocado, Manuel introdujo la memoria USB en una de las computadoras. La pantalla parpadeó, revelando un único archivo protegido por contraseña. Manuel sintió una punzada de desesperación. ¿Otra clave? ¿Otro acertijo? Su mente voló hacia el diario, hacia la "Operación Narciso". Probó la palabra, sin éxito. Probó fechas, nombres, cualquier cosa que pudiera tener sentido en el universo de Elena. Nada.
Fue entonces cuando sus ojos se posaron en las extrañas flores azules del invernadero, recordadas con una claridad fotográfica. Las semillas, la venganza... y el nombre de la operación. Narciso. En el mito, Narciso no solo se enamora de su reflejo; muere por él, incapaz de apartar la vista. ¿Y si la clave no era la palabra, sino el concepto? ¿Un reflejo?
Con una intuición que nacía más de la literatura que de la lógica, escribió el nombre al revés: OSICRAN.
El archivo se abrió.
No eran simples documentos. Era un torbellino de información clasificada: mapas de rutas de contrabando, fórmulas químicas complejas junto a imágenes de las flores azules —identificadas como Nepenthes hyacinthus, una especie genéticamente modificada—, y perfiles de personas. Entre ellos, reconoció al alcalde del pueblo, al jefe de la policía local e incluso a un par de vecinos que siempre lo saludaban con una sonrisa afable. Todos figuraban como parte de una red llamada "El Jardín del Leteo", una organización dedicada a la producción y distribución de una potente droga neurotóxica derivada de aquellas flores, capaz de inducir estados de sugestionabilidad y borrado de memoria a corto plazo.
La "Operación Narciso" era el nombre del plan de Elena para desmantelarlos desde dentro. Ella no era una simple agente; era la arquitecta de su caída.
Y entonces lo vio. Un subdirectorio llamado "Contingencia". Dentro, un único video. Hizo clic.
La imagen de Elena llenó la pantalla. No la Elena de las fotografías familiares, sonriente y luminosa. Esta era otra mujer. Su mirada era dura, su cabello estaba recogido y hablaba con una urgencia controlada. Era la voz de "A".
—Manuel —dijo, y su nombre en sus labios fue a la vez un bálsamo y un veneno—. Si ves esto, es que la contingencia falló. Yo he fallado. "El Jardín" no es solo una red criminal; es un culto construido alrededor de su líder. Alguien a quien conocen como "E".
Manuel contuvo el aliento.
—No cometas el error de subestimarla. Ella no solo dirige, sino que cree en su propia mitología. Ha construido su identidad sobre la mía, como un parásito. Mi nombre, mis gestos, mi historia... los ha retorcido para su beneficio. Es mi hermana gemela, Manuel. Mi hermana, a quien creía muerta hace veinte años. Su nombre es Estela.
La revelación cayó con el peso de una lápida. Una hermana gemela. El eco, el reflejo oscuro. "E" no era Elena, sino Estela.
—Ella sabe de ti, sabe de Elisa. Usará tu amor como un arma en mi contra —continuó la Elena del video, con los ojos brillando de lágrimas contenidas—. No te fíes de nada de lo que te diga. La única verdad está en esta memoria. Llévala al contacto que encontrarás en el archivo cifrado "Ícaro". Él sabrá qué hacer. Y, Manuel... encuéntrala. Encuentra a nuestra hija. Dile que su madre no era una mentira, solo un cuento demasiado complicado. Dile que la quise...
El video se cortó abruptamente.
En ese mismo instante, su teléfono volvió a sonar. El mismo número desconocido. Esta vez, era una llamada. Dudó un segundo, luego contestó, poniendo el altavoz.
La voz que escuchó heló la sangre en sus venas. Era la voz de Elena. Su cadencia, su respiración, cada matiz era perfecto. Pero bajo la melodía familiar, había una disonancia, una nota fría y metálica que ahora, gracias al video, podía identificar.
—Veo que has estado ocupado, cariño —dijo la voz de Estela, con un tono de burla aterciopelada—. ¿Te gustó mi carta? Un toque de melodrama para que el profesor de literatura se sintiera como en casa. Pero el juego se acabó. Tienes algo que me pertenece.
—¿Dónde está Elisa? —gruñó Manuel, la pistola en el bolsillo de su chaqueta sintiéndose de pronto útil, necesaria.
—Oh, está aquí. Dibujando flores. Azules, por cierto. Tiene talento, como su tía. Te la cambiaré por la memoria. El Barranco del Tuerto. Al amanecer. Ven solo, o la próxima muñeca rota que encuentren allí abajo será mucho más pequeña. Y no te molestes en buscar al contacto de "Ícaro". Ya nos encargamos de él.
La llamada se cortó, dejando un silencio que zumbaba con amenazas.
Manuel se quedó mirando la pantalla en blanco. Estaba atrapado en un laberinto de espejos, donde cada reflejo era una mentira. La carta de amor, el mensaje de texto, la llamada... todo era un guion escrito por Estela, una obra macabra para manipularlo. La única verdad pura era la advertencia de su esposa muerta y la existencia de su hija.
El contacto estaba muerto. Estaba solo. Y el amanecer se acercaba. Miró por la ventana del café internet. La primera luz del alba, gris y tímida, comenzaba a teñir el cielo. Tenía que ir al barranco. Al lugar donde todo terminó y donde, ahora, todo debía volver a empezar. Pero no iría como el viudo desconsolado ni como la marioneta de Estela. Iría como el hombre que había recibido el último mensaje de Elena, un mensaje que trascendía la muerte. Iría como un padre.
Y por primera vez, la pistola no se sentía como un objeto ajeno. Se sentía como una promesa.
Continuará..