El Barranco del Tuerto era una herida abierta en la tierra, un lugar donde el viento susurraba historias de caídas y finales. Al amanecer, la niebla se aferraba a los bordes del precipicio como un sudario, difuminando la línea entre el suelo firme y el vacío. Manuel llegó a pie, sintiendo el crujido de la grava bajo sus zapatos como una cuenta regresiva. La pistola, fría en el bolsillo de su chaqueta, era un secreto pesado; la memoria USB, en el otro bolsillo, se sentía como el peso del mundo entero.
Allí estaba ella. De espaldas, su silueta recortada contra el cielo grisáceo era idéntica a la de Elena. Un espejismo cruel y perfecto. A su lado, una pequeña figura con un abrigo rojo se aferraba a su mano. Elisa.
Cuando Estela se giró, la sonrisa en su rostro era una máscara de triunfo. Era el rostro de Elena, pero los ojos carecían de su luz; eran pozos oscuros de una vanidad satisfecha.
—Puntual —dijo, su voz una imitación perfecta que ahora a Manuel le sonaba a blasfemia—. Un hombre de palabra. Me gusta. Ahora, el dispositivo.
La niña, Elisa, observaba a Manuel con una curiosidad solemne. Tenía los ojos de él, sí, pero la barbilla levantada con un desafío silencioso era, inequívocamente, la testarudez de su madre. En ese instante, Manuel supo que no podía fallar.
—Primero, déjala venir conmigo —respondió Manuel, su voz más firme de lo que se sentía.
Estela rio, un sonido que no llegó a sus ojos. —Las reglas no las pones tú, profesor. Me das lo que quiero, y yo decido si la muñequita vuelve a casa.
Manuel dio un paso adelante. No hacia ella, sino hacia el borde del barranco, mirando la niebla que se arremolinaba abajo.
—¿Sabes lo que me contó una vez? —comenzó, su tono cambiando a uno de confidencia, como si compartiera un recuerdo íntimo—. Me dijo que este lugar no le daba miedo. Que el vacío solo asusta si crees que no hay nada al otro lado. Ella creía que siempre había algo más. Una historia no contada.
Estela frunció el ceño, impaciente. —¿A qué estás jugando?
—Ella te llamaba "la sombra". Su sombra —continuó Manuel, girándose para mirarla fijamente. Y entonces, pronunció la palabra que era su verdadera arma—. Dijo que eras la única a la que nunca pudo darle la luz, Estela.
El nombre la golpeó como una bofetada. Una fisura casi imperceptible apareció en su fachada de control. Era la primera vez en quizás veinte años que alguien la nombraba, que la separaba de la identidad que había usurpado.
—No sabes nada.
—Sé que te obsesionaste con su vida porque la tuya estaba vacía —dijo Manuel, cada palabra medida, afilada—. Te apropiaste de su nombre, de su rostro, pero nunca pudiste tener su esencia. Por eso la odiabas. Porque ella creaba y tú solo podías imitar. Construiste un culto, "El Jardín del Leteo", para hacer que otros olvidaran. Pero la que más deseaba olvidar eras tú misma. Olvidar que siempre serías la segunda. El reflejo pálido.
La rabia reemplazó la sorpresa en el rostro de Estela. —¡Cállate! ¡Yo soy Elena ahora! ¡Yo gané!
—No. Solo eres la guardiana de su tumba —dijo Manuel con una calma devastadora. Sacó la memoria USB. No se la tendió. En su otra mano, apareció la pistola—. Y esta es su memoria. Su legado. Todo lo que ella fue y que tú nunca serás.
Los ojos de Estela se fijaron en el arma, luego en la memoria. Por un momento, su máscara cayó por completo, revelando la desesperación de un narcisista al que le han roto el espejo.
—Dámela —siseó.
—Te daré a elegir, Estela —dijo Manuel, y aquí estaba su jugada, la que había diseñado en las horas oscuras antes del alba, una jugada no de agente secreto, sino de profesor de literatura—. Puedes tener esto —dijo, sopesando la memoria USB—. Es tu obsesión. El último pedazo de ella que puedes poseer. O puedes tener tu libertad. Deja ir a la niña. A cambio, yo no le doy esto a la policía. Desaparecemos. Y tú te quedas con tu jardín venenoso y tu trono vacío. Pero no puedes tener las dos cosas. No puedes tener su legado y, a la vez, destruir su futuro.
Era un dilema imposible, diseñado para su psique. La obligaba a elegir entre su obsesión por el pasado y su supervivencia. El silencio se alargó, tenso y vibrante. Elisa, sintiendo la tensión, se escondió detrás de la pierna de Estela.
Justo cuando Estela abrió la boca para gritar una orden a sus hombres, que sin duda estarían ocultos cerca, un sonido tranquilo rompió el momento. Un aplauso lento y solitario.
De entre la niebla, un hombre de mediana edad con un abrigo gastado se acercó. No parecía un policía ni un soldado. Parecía un contable.
—Brillante, profesor Herrera. Simplemente brillante —dijo el hombre con una sonrisa cansada—. Su esposa dijo que usted entendería la narrativa. Parece que tenía razón.
Estela se quedó helada. —¿Quién eres tú?
—Yo soy Ícaro —respondió el hombre, y al mismo tiempo, de entre los árboles y las rocas, emergieron figuras armadas. No eran los matones de Estela. Se movían con la precisión de agentes federales—. Y no, no estaba muerto. Solo estaba esperando el último acto. La señora Vidal, su hermana, diseñó esta operación como una obra de teatro. Sabía que usted vendría a este barranco, su escenario fetiche. Y sabía que solo el profesor podría despojarla de su disfraz sin disparar una sola bala.
Estela miró a su alrededor, atrapada. La trampa no era el barranco. La trampa era su propia mente. Manuel no era el cebo; era el catalizador.
En la confusión, Manuel caminó directamente hacia Elisa. Se arrodilló. La niña lo miró, y por primera vez, no vio a un extraño. Vio los ojos que a veces vislumbraba en su propio reflejo.
—Hola, Elisa —dijo en voz baja—. Soy Manuel. Tu papá.
Estela fue detenida. Su imperio, construido sobre drogas y memorias robadas, se derrumbó en el silencio de la mañana. Ícaro se acercó a Manuel y le tendió una mano.
—Elena estaría orgullosa. Nos dejó instrucciones muy claras. Cuidar de ustedes dos es la prioridad ahora.
Manuel no respondió. Solo podía mirar a la pequeña mano que, después de un momento de duda, se deslizó en la suya.
Más tarde, lejos del barranco y del eco de los fantasmas, Manuel se sentó con Elisa en un banco del parque. El mundo seguía siendo un lugar complicado y herido, y la ausencia de Elena era un espacio que nunca se llenaría. Pero ahora, no era un vacío. Estaba lleno de una nueva presencia, pequeña y testaruda.
—¿Mami era un cuento? —preguntó Elisa, con la lógica inocente de una niña de tres años que había escuchado fragmentos de conversaciones que no podía entender.
Manuel la miró, y una sonrisa genuina, la primera en meses, iluminó su rostro cansado.
—Sí —respondió, atrayéndola hacia él—. Era el mejor de todos. Y ahora, nos toca a nosotros escribir el siguiente capítulo.
El verdadero misterio no había sido descubrir la verdad sobre la muerte de Elena, sino aprender a leer la historia que ella le había dejado para que pudiera continuarla. Y mientras el sol finalmente se abría paso entre las nubes, Manuel Herrera, el profesor de literatura, comenzó a contarle a su hija la historia de una heroína llamada Elena, sabiendo que cada palabra que decía era, en sí misma, una forma de mantenerla viva para siempre.
FIN.