El hombre inmóvil
El hombre era un nombre deshabitado. El frío de la montaña se lo había arrebatado, palabra por palabra, hasta que solo le quedaron los sonidos primarios del viento que aullaba alrededor de la cabaña. Vivía en la cima de la montaña, donde la línea entre el cielo y la tierra se había desdibujado en una mancha gris, y los árboles, esqueléticos y cubiertos de nieve, parecían rezar a un dios que no escuchaba.
No había llegado allí por elección. No había huido de nada. Simplemente, un día, se encontró allí, inmóvil como una estatua de sal. Su existencia era un ritual vacío: levantarse, encender el fuego, observar las cenizas. El humo de su chimenea era el único signo de vida en kilómetros a la redonda, una delgada línea de humo que se perdía en la indiferencia del cielo.
No tenía recuerdos. Su mente era una habitación sellada, sin muebles ni ventanas. A veces, una imagen borrosa asomaba, un destello de un rostro o el eco de una risa, pero eran fragmentos sin historia, postales de una vida que no sentía como suya. Y en el silencio de la cabaña, sin los fantasmas de un pasado que lo atormentaran, el vacío era aún más grande. No sentía pena, no sentía remordimiento. Solo una inmensa y aplastante nada.
Una mañana, al abrir la puerta, vio su reflejo en un charco de hielo. No se reconoció. Vio a un extraño, a un hombre con ojos que eran agujeros negros, que lo miraba sin expresión. Por un instante, sintió el impulso de hablar, de gritar, de pedirle a ese extraño en el hielo que le dijera quién era. Pero el frío le congeló la voz. Se dio la vuelta y se sentó junto al fuego, resignado a ser un espectador en su propia vida, a esperar que la llama se apagara para siempre.
El hombre inmóvil no buscaba. Esperaba. La melodía del silencio no era una melodía de verdad, sino una repetición de ruidos: el crujir del hielo, el viento en la chimenea, el goteo constante del agua derretida. Eran los únicos compases de su vida, una sinfonía monótona que se reproducía una y otra vez. Se obsesionó con ella, con el deseo de encontrar la fuente de ese sonido y, al hacerlo, encontrar también el recuerdo que le faltaba.
Pasaron los días, las semanas, y su búsqueda se volvió el único propósito que su cuerpo vacío podía entender. Desmanteló la cabaña, pieza por pieza, como si el sonido pudiera estar escondido en el alma de la madera. Quitó los tablones, buscó bajo las piedras. No encontró nada, solo el eco de la misma música, que ahora parecía venir de todas partes y de ninguna. Se sentó en el suelo de tierra, la cabaña desarmada a su alrededor, y comprendió la verdad, una verdad tan gélida como el aire que respiraba: la música no venía de fuera, sino de su propia cabeza. Era el único sonido que su mente podía producir, el eco de una historia perdida que su cerebro intentaba volver a escuchar.
Ya no tenía un lugar para vivir. Solo un esqueleto de cabaña y la melodía constante del silencio. El hombre inmóvil no sintió pena. No sintió nada. Se quedó allí, en el centro de la habitación vacía, sin saber si la música era el sonido de la locura o el último latido de un corazón que se negaba a morir. Y el viento aulló. El hielo crujió. La melodía siguió. Y él, al fin, comprendió: él era la cabaña desarmada, el hielo que gotea, el viento que aúlla. Él era la música del silencio.